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REVISTA GENERAL DE MARINA JULIO 2014

VIVIDO Y CONTADO solicitó de las autoridades españolas y portuguesas un lugar de refugio en la costa, que denegaron por temor a una marea negra que dejase la costa, playas y puertos contaminados. Las autoridades francesas y británicas se unieron enseguida a la negativa. En consecuencia, los remolcadores pusieron rumbo suroeste de alejamiento y el día 2 de enero a las 0930 horas el destructor de la Armada española Gravina convoyaba al petrolero a unas 50 millas de la costa pontevedresa. El 4 de enero el grupo había alcanzado un punto situado a 150 millas de la costa portuguesa, y la mancha que dejaba tras de sí ocupaba una extensión de 50 millas de largo por 500 metros de ancho. Fue entonces cuando, a bordo del Vicente Yañez Pinzón, relevamos al Gravina en su labor de escolta, con mar arbolada que poco a poco fue cayendo a mar gruesa, para volver a crecer a muy gruesa. Permanecimos en la mar durante una semana, en la que me dio tiempo a leer varios libros, ya que algunas noches era imposible dormir, mientras observaba la calma y profesionalidad de la dotación, dominando el mareo y cumpliendo impasible sus guardias de mar. En aquellos días descubrí un par de cosas interesantes: una de ellas era que, a pesar de ser un novato, mi labor de médico a bordo se apreciaba y respetaba; y la otra, que a la larga me resultaría muy útil, era que a pesar de notar la mala mar y su tremenda incomodidad no llegaba a marearme. Eso es pura suerte, pero me permitiría disfrutar a lo largo de las navegaciones posteriores realizadas en mi vida, incluyendo la de cruzar el Atlántico con el Elcano, la fragata Victoria y el Galicia o ir en cuatro ocasiones a la Antártida. En definitiva y sin caer en el tópico, fueron los mejores años de mi vida. El estrago que ocasiona el estado de la mar sobre la capacidad de acción y autocontrol del personal ya se sabe que en algunos provoca únicamente un deseo definitivo: «Mi oficial, pégueme usted un tiro, pero de aquí no me muevo». Esta fue la contestación que recibió un compañero nuestro en otro buque, cuando al querer ayudar se acercó a un afectado por el mareo tirado como despojo en un pasillo. También en aquella comisión aprendí algo de un inolvidable ATS de Ferrol que se llamaba Marino. Cuando uno de los oficiales se vio afectado por una inoportuna enterocolitis, le dio a beber una ampolla de estreptomicina inyectable, de las que antes existían en los viejos cargos de nuestros buques. Mano de santo, pues en un par de horas nuestro compañero quedó listo para dar avante. Así aprendí ese método de barco con el que años después, en 1984, a bordo del buque escuela Juan Sebastián de Elcano, a la sazón atracado en Fort de France (Martinica), pude curar con rapidez a media dotación de guardias marinas y marineros intoxicados por unos mariscos de la zona, pudiendo así regresar a la fiesta de la embajada de la que me había ido a regañadientes. La navegación del Pinzón nos llevó casi a las Azores, pero a la vuelta pudimos disfrutar de buen tiempo, y en mi caso de la emoción de mi primera reca- 2014 115


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