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LA LEGION 520

Colaboraciones << QUE UNA VIDA 47 ALGO MÁS Han pasado ya más de veinticinco años desde que, aquel joven cabo del Tercio “D. Juan de Austria” decidió reenganchar su cuarto año y embarcarse, junto a aquella guapa novia, huérfana de madre, que un día dejó esperando en su pueblo con la promesa de volver a por ella en la aventura de fundar la familia que hoy somos. Nos casamos como Adán y Eva, con una mano delante y la otra detrás. Sin dinero, sí. Porque lo único que teníamos, y nos bastaba, era el inmenso amor que que nos profesamos el uno al otro desde el primer día, fortalecido y consolidado con el paso del tiempo. Al principio la vida nos daba una de cal y tres de arena como se suele decir. La cal se llamó Francisco Manuel, nuestro hijo. También fue cal la ayuda, el apego y el cariño con que todas esas familias legionarias ya formadas, nos brindaron en nuestro fillot de la colonia de tropa de la puerta norte. Fueron años duros, como todos los principios. De arena había, creo, más de tres: un sueldo por entonces escaso que lo suplía la ilusión y el orgullo de servir en las filas de La Legión y que esa muchacha estiraba y administraba como buenamente podía. Trabajo duro, largas ausencias, servicios y tantas maniobras que hacían que viese crecer a Kico, así llamamos a nuestro hijo, con recuerdos intermitentes. Ella, una muchacha de apenas veinte años, supo hacer de padre y de madre a la vez cuando yo no estaba. El sueldo lo aderezaba lavando a mano ropa de legionarios como tantas mujeres hicieron, hasta poder comprar nuestra primera lavadora. Pintó la casa entera ella sola con siete meses de embarazo. La vistió con cortinas que ella misma cosió con sus manos a ratos libres, que me hacía preguntarme de dónde lo sacaba. Hoy sé que era el fruto del sacrificio de su descanso. Y así, poco a poco, fue construyendo lo más parecido a un hogar. Cuando llegaba a casa con la mochila a la espalda, esperaba en la puerta del patio de entrada con nuestro hijo en los brazos balbuceando sus primeras palabras. Palabras enseñadas, con la psicología de una auténtica pedagoga, pintándose los labios de rojo intenso para llamar la atención de nuestro bebé en su aprendizaje. En casa, con nuestro hijo ya dormido, me ayudaba a deshacer el equipo y dejarlo preparado para que nunca me sorprendiera una de tantas generalas que por entonces tocaban. Curaba y masajeaba los pies doloridos del infante, después de largas y forzadas marchas a pie. Hizo darme cuenta que aquella muchacha de apenas cincuenta kilos, cara de niña y aspecto débil era más fuerte de lo que yo pensaba. Más fuerte incluso que yo, aterrado por la idea de la prematura paternidad. Cuando todo empezaba a ir mejor para nosotros, llegó la oportunidad de la academia. Otros tres años duros. España arriba y España abajo, dónde como caracoles llevábamos la casa a cuestas con lo poco que teníamos y un niño pequeño que criar que nos hacía sacar fuerzas de flaqueza. De Sevilla a Fuerteventura, de Fuerteventura a Lérida, a Toledo, a Albacete, otra vez a Toledo, otra vez a Lérida, a Lanzarote y otro viaje más hasta llegar a Almería. Y en cada sitio un par de mudanzas para aliviar nuestra maltrecha economía. Y por supuesto está convencida que no será la última vez que nos mudemos. Verdaderamente ha sido fuerte, muy fuerte. Sobre todo en el aeropuerto cada vez que una misión nos ha separado. Demostrando a nuestro hijo que hay que sacar fuerzas de flaqueza. Aún sin saber si volverá a ver a su padre; con una excusa tan simple como que no todos los hombres de este país tienen la suerte de hacer lo que su padre hace y porqué lo hace. Y en momentos tan duros como esos ha sabido reprimir las lágrimas que provoca la separación y cambiarlas por una dulce sonrisa para que fuese la imagen que llevara en mi mente en momentos tan duros. Hizo de nuestros compañeros, amigos. Y de los amigos, familia. Sabiendo que no teníamos nadie más en quien apoyarnos. Era su manera de suplir a la familia que siempre tuvimos tan lejos. El 29 de noviembre de 2003, en el quince cumpleaños de nuestro hijo y faltando apenas tres semanas para volver su marido de Iraq, juró, con lágrimas en los ojos, fidelidad a nuestra Bandera. La roja y gualda que ella venera con pasión por encima de cualquier idea política y que defendería con uñas y dientes si alguien la ultrajase en su presencia. Cuando me concedieron la Cruz a la Constancia pensaba que era tanto de ella como mía. También la había ganado día por día. Había estado a mi lado en las duras y ahora se la merecía a las maduras. Ha sabido cumplir con el espíritu de “Sufrimiento y Dureza” porque nunca se quejó de fatiga ni de dolor. Jamás dijo que estaba cansada, simplemente cerraba sus ojos hasta que la invadía el sueño. Por su Bandera daría la vida. Valora la amistad y el compañerismo como pilares de las relaciones humanas. Nunca se rindió y me ha demostrado que ante la adversidad que nos impone la vida hay que echarle acometividad y llegar a la bayoneta. Por todas esas cosas que es digno de elogio por mi parte, a esta mujer que es la madre de mi hijo, mi esposa, mi compañera y mi amiga; el 20 de septiembre, cuando de mi cuello cuelgue la Encomienda de San Hermenegildo y tras romper filas, la buscaré en la grada, la abrazaré y prenderé de su cuello esta condecoración que creo se merece más que yo. Que este gesto será mi homenaje a una mujer que necesitaría algo más que una vida para agradecer todo lo que se merece. A Rosario Caballero Herrera, mi Charo.


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