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EJERCITO DE TIERRA JULIO AGOSTO 2016

Siguiendo con la narración de antecedentes históricos, el 9 de julio de 1909 se produjo una salvaje agresión de algunas «kábilas» rifeñas a los obreros que trabajaban en la cimentación de pontones del ferrocarril de la Compañía Española de Minas del Rif, muy cerca de la Segunda Caseta, lo que unido a la creciente hostilidad que en contra de los españoles lograron despertar ciertos jefes fronterizos, como el «cherif» Sidi Mohand Amezian y Chadly Ben Mohamed, y a la delicada misión que a España se le asignó en la Conferencia de Algeciras de velar en sus fronteras por la tranquilidad del pueblo musulmán, sometido a la presión de ambiciosos agitadores ante la falta de una verdadera autoridad, obligaron al general Marina Vega, gobernador militar de la ciudad norteafricana desde 1905, a disponer la salida de las tropas de la guarnición de Melilla con el doble fin de dar un castigo ejemplar a los agresores y asegurar la paz en las vecindades de la ciudad, muy alteradas desde la precipitada huida de «El Rogui». Fueron muchos los que, desgraciadamente, perdieron la vida en esta difícil contienda. Según datos oficiales facilitados por el Ministerio de la Guerra, desde la fecha de su inicio (9 de julio) hasta el 31 de agosto de 1909, periodo en el que se desarrollaron los más cruentos enfrentamientos, la cifra de muertos y desaparecidos ascendió a 267 personas. Dada la dureza de los combates y la difícil orografía de la zona en conflicto, muchos de los fallecidos no pudieron ser enterrados en el camposanto de Melilla y en algunos casos sus cadáveres permanecieron sobre el terreno y en otros pudieron ser inhumados en toscas fosas que dieron lugar a pequeños cementerios. Según relato del capitán de infantería don Teodoro Fernández de Cuevas, en septiembre de 1909, cuando realizaban una ronda de reconocimiento sobre el anfiteatro que forman montes y barrancadas al pie de Sidi Musa, entre esta posición y la de Ait-Aixa encontraron un cadáver horriblemente mutilado y que vestía el uniforme de mecánica de los soldados del Ejército español. Tras una inspección minuciosa de todo el barranco, en la que se encontraron muchos más cadáveres en avanzado estado de descomposición, procedieron a su traslado al 96  REVISTA EJÉRCITO • N. 904 JULIO/AGOSTO • 2016 campamento de la Segunda Caseta que, en aquella época, se encontraba bajo las órdenes del coronel Fernández Cuerda. Para la inhumación de los soldados fallecidos se construyó un modesto cementerio que fue conocido con el nombre de «Cementerio de la Segunda Caseta», que lindaba con las aguas de la Mar Chica, frente al cerro de Sidi Musa y cerca del apeadero del mismo nombre. Las fosas practicadas para tal efecto fueron cubiertas de conchas y cercadas cada una y el conjunto con espino artificial, y se colocó sobre la fosa central una cruz de madera con la siguiente inscripción: «Juntos supieron dar la vida por la Patria y juntos también duermen el sueño eterno de la Gloria». El cementerio en cuestión quedó sumergido en las aguas de la Mar Chica como consecuencia de la apertura de su bocana en la primera quincena del mes de agosto de 1910. Para evitar que los restos mortales que el mismo albergaba pudieran ser arrastrados por efecto de las olas y de las pequeñas embarcaciones que por la misma navegaban, así como por el deseo de perpetuar el merecido reconocimiento del que se habían hecho acreedores aquellos héroes anónimos, un joven redactor de El Telegrama del Rif, Rafael Fernández de Castro y Pedrera, en un emotivo artículo publicado el día 9 de febrero de 1912 bajo el título «Una obra de piedad», sugería la construcción de un pequeño mausoleo en la zona donde se ubicaba el modesto camposanto, para lo que proponía la realización de una suscripción popular que permitiese conseguir la doble finalidad perseguida, y así escribía: «…el patriotismo del pueblo de Melilla puede hacer una obra más de piedad, recordando que quien honra a sus héroes se honra a sí mismo. Un puñado de pesetas recogidas por suscripción pública pudiera asegurar para siempre el reposo de los gloriosos muertos…». La iniciativa de Rafael Fernández de Castro fue muy bien acogida por el pueblo de Melilla, pues al día siguiente de publicarse dicho artículo ya se habían realizado las primeras donaciones. Instituciones civiles y militares, empresas y particulares, sin distinción de sexo, edad, etnia y clase social, contribuyeron a esta loable causa no solo con aportaciones económicas, sino también con colaboraciones de la más variada índole.


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