RUMBO A LA viDA MARiNA remedio que ensayar el quietismo, aunque solamente fuera como antecedente de que el movimiento se demuestra andando. A veces biología y filosofía se complementan. Eso sí, nada tiene de extraño que las esponjas, los corales, las anémonas y otros pólipos despierten nuestro asombro debido a su aparente inmovilidad, una condición que incluso un día hizo dudar a la ciencia de si estaba tratando con vegetales o con animales. El asunto es, desde luego, muy sencillo de explicar: estos primitivos bichos no se movían porque nunca necesitaron moverse. Pensemos que eran los primeros seres pluricelulares que habitaron en las aguas (siempre con la mar como telón de fondo); pensemos en que la naturaleza no tenía por qué complicarse la vida —no tenía por qué complicarla— y nada mejor que diseñar unos prototipos biológicos con las estructuras y modos más sencillos posibles, sencillez que incluía, como no podía menos de suceder, la inmovilidad como modo de vida, porque eso de moverse, como pronto veremos, es un ejercicio que necesita una serie de mecanismos y complejidades que no hacían al caso en unos animales que ante todo se ensayaban como primicias. La naturaleza sabía a fondo (nunca mejor dicho) que eso de estar quieto es muy barato porque gasta poca energía y menos ciencia, y también sabía que el mover un cuerpo o trasladarlo pide toda la enjundia de la cinemática. Y tampoco olvidaba (tenía la referencia de los seres unicelulares planctónicos) que el individuo que se mueve tiene que saber valerse por sí mismo —busca y encontrarás—, y que si el ambiente le falla puede encontrar otro en el que mejorar su vida, pero el inmóvil jamás se puede emancipar del medio que le rodea. Con la responsabilidad que le caía encima la naturaleza se vio obligada a instalar a los primeros animales sedentes en una especie de casa-cuna donde pudiera rodearlos de mimos y tratarlos como flores de invernadero, y ¿qué mejor paraíso que el arrecife de coral, un ecosistema en el que sobraba el alimento y en el que merecía la pena atrincherarse porque sus pobladores lo único que tenían que hacer era esperar, sentados, plácidamente, a que les cayese el maná desde la bien surtida despensa del plancton sin necesidad de tenerse que batir en el campo de batalla en dura competencia con las demás especies? Pues sí, eso de vivir confiando en la prodigalidad del arrecife de coral era una bicoca que la biología no podía desaprovechar, y lo hace a lo grande: los animales sedentes del arrecife no solamente podían permitirse el lujo de ser rechonchos y tumbarse a la bartola, sino también podían compartir sus inagotables recursos con sus vecinos, asociándose en curiosas y amistosas simbiosis entre las que el lector recordará, a título de ejemplo y por citar alguna entre las que más hemos insistido, la existente entre zooxantelas y aquellos corales que eran formadores de arrecifes. O el curioso pacto de no agresión firmado entre las anémonas y los peces payaso. Y, claro, para vivir en esta armonía social, holgazaneando, sin sobresaltos, bien que se podía ser sencillo. Pero la evolución imponía crear una nueva criatura capaz de trasladarse y ocupar nuevos ecosistemas, lo que no quiere decir que la quietud fuese algo 252 Marzo
REVISTA GENERAL DE MARINA MARZO 2016
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