dedicado a la producción de armas
químicas como la lewisita4. Tras la
IGM, se decretó su conservación.
En Ginebra, en 1925, se firmó el Protocolo
relativo a la prohibición del empleo
en la guerra de gases asfixiantes,
tóxicos o similares y de medios bacteriológicos.
Su importancia es fundamental,
ya que por primera vez se
codifica la intención indubitada de
prohibir su uso por completo.
A pesar de todo, en 1935 Italia fue
denunciada ante la Sociedad de Naciones
por el empleo de estas armas5
contra los abisinios (especialmente
iperita6 y fosgeno7). Roma argumentó
que Inglaterra y España ya habían
utilizado gases en sus colonias. Japón,
que no había ratificado el Protocolo
de Ginebra y llevaba en guerra
con China desde 1937, desplegó en el
frente una sección de guerra química
que se empleó a fondo con lacrimógenos,
fumígenos, vesicantes, fosgeno,
iperita y lewisita, y causó unas treinta
mil bajas.
Así pues, en el periodo de entreguerras,
la opinión de políticos y militares
a nivel internacional en cuanto al
uso de estas armas estaba lejos de
ser unánime. Son los años del cénit
de la industrialización del siglo xix,
cuyo espíritu de progreso infectó a la
intelectualidad con un artículo de fe
según el cual la ciencia aportaría los
elementos para librarnos de todo mal
y traer el paraíso a la tierra. Este mesianismo
científico consideró el arma
química como una de las herramientas
88 / Revista Ejército n.º 973 • mayo 2022
«racionales» para el desarrollo de
la civilización.
¿CÓMO SE SUMÓ ESPAÑA A ESTA
TENDENCIA?
La penetración española en Marruecos
estaba imbuida de una misión civilizadora
propia del colonialismo de
la época. Son los años del darwinismo
social8 y «según el discurso sociobiológico
de entonces, los pueblos
que resistían la civilización occidental
merecían un tratamiento no civilizado
(…), única forma de enseñarles su
inexorable avance»9.
La presencia del sultanato era inexistente
en la zona y la oposición de las
tribus locales (cabilas), constante. El
desastre de Annual en 1921 dejó indefensa
a la población de Melilla y las
masacres y torturas de españoles en
Dar Quebdani, Zeluán y Monte Arruit
pudieron haber causado unas nueve
mil muertes.
Los políticos clamaban por el uso
del arma química. Véase al respecto
el artículo «Tardanza inexplicable»
(1921), del diputado conservador Felipe
Crespo, o el periódico liberal El
Heraldo de Madrid (1923), donde se
leía: «(…) Gases asfixiantes (…) y cuantos
medios (…) ha inventado la ciencia
para destruir al enemigo (…), y no se
hable de crueldades excesivas (…). No
vemos por qué haya de ser más cruel
matar a un hombre envolviéndole en
una nube de gases asfixiantes que
destrozándole el cuerpo con una granada
».
En un intercambio de correspondencia
de agosto de 1921 entre el vizconde
de Eza, ministro de la Guerra,
y el alto comisario, el general Dámaso
Berenguer, se puede leer: «Ya están
todos los pedidos en curso, procediéndose
a la compra de tanques (…)
y componentes de gases asfixiantes
para su preparación». Berenguer responde:
«Siempre fui refractario al empleo
de los gases (…) contra estos indígenas,
pero, después de lo que han
hecho y de su traidora y falaz conducta,
he de emplearlos con verdadera
afección / fruición».
La debacle de Annual causó un hondo
impacto en la sociedad española.
El recurso a la mesiánica solución
tecnológica y el ejemplo europeo se
unieron a la necesidad de venganza
y represalia contra un enemigo desdibujado
como el «moro fanático, primitivo
».
Vengar a los compatriotas y solucionar
la sangría de Marruecos empleando
métodos contundentes que
supusiesen pocas bajas propias se
perfilaron como los argumentos con
los que la sociedad, los militares y los
políticos españoles se convencieron
de la necesidad de usar armas químicas.
EL USO DE ARMAS QUÍMICAS
EN EL RIF
España había firmado el Protocolo de
Ginebra en 1925, pero no fue ratificado
hasta 1929 —bien acabada la guerra
de Marruecos— y siempre con la
cláusula de reciprocidad, como otros
países.
Por acuerdo del Consejo de Ministros
de 1921, se destinaron unos catorce
millones de pesetas de entonces a
ampliar fábricas militares destinadas
a producir munición y elementos de
guerra para Marruecos. Su finalidad
era la adquisición y fabricación de armas
químicas.
España no podía producir esas armas:
carecía de la formación académica y
los químicos necesarios. Las prisas
llevaron, en un principio, a centrarse
S. M. Alfonso XIII