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REVISTA GENERAL DE MARINA ENERO FEBRERO 2015

VIVIDO Y CONTADO (público entregado donde lo hubiese, justo es decirlo, y generoso en «¡olés!») con lecciones magistrales del arte de Cúchares aprovechando alguna que otra tediosa espera o momento de descanso alrededor de una amable fogata (exhibiciones de «toreo de salón» incluidas, con algunas licencias indumentarias —uniforme y botas de campaña por traje campero corto y botos; teresiana atravesada por montera y poncho mimetizado por capote de brega—), mientras corría de mano en mano la «bota de cargo» a la que le dábamos buenos tientos entre muchos olés, palmas, algún que otro silbido y lanzamiento de objetos cuando la faena no resultaba del agrado del respetable. Como detalle de su «profesionalidad y empaque toreril», cabe apuntar que cuando se colocaba la prenda de cabeza, fuese la gorra o el casco, siempre se atusaba las cejas con estudiado y serio gesto. El que estas líneas suscribe, a la sazón teniente y comandante de dicha sección, le había manifestado más de una vez su desapego personal a la fiesta brava, aunque también dejando bien clara, por otra parte, su admiración y el reconocimiento del valor del que hacían gala los que se enfrentaban a los toros en la arena de los ruedos (así como su personal incapacidad para emularles), opinión que era compartida por el jefe de su pelotón, el entonces cabo primero Saavedra Fajardo (hoy teniente en situación de reserva). A este reconocimiento, el torero en ciernes solía argumentar, en un acto de humildad, que la cosa no era para tanto, que aunque el desasosiego siempre rondaba y roía silenciosamente por dentro había que superarlo echándole serenidad, ya que todo consistía en «tener oficio», estudiar y conocer bien al enemigo, manejar los trastos con sabiduría y bregarlo con arte (¡casi nada!). Sucedió que, en cierta ocasión, durante un ejercicio de tiro en el Polígono de Camposoto, una granada contracarro disparada precisamente por el «torerillo » rebotó sobre el blanco sin hacer explosión y, después de describir una elegante segunda parábola, fue a colarse por el tejadillo de una de las garitas habitualmente utilizadas por la Guardia Civil del Servicio de Vigilancia de Costa (precautoria y felizmente desocupada), situada a unos sesenta o setenta metros en lateral a la línea de tiro, para ir a quedarse empotrada en la tablazón de su suelo sin haber hecho explosión (las granadas de los lanzacohetes de entonces no eran como los inteligentes misiles de ahora y «desconocían» la teoría y a veces la práctica de la correcta —y única— parábola de tiro). Una vez inspeccionado el lugar y evaluada la situación, decidí neutralizar su espoleta manualmente allí mismo, ya que no era posible desencajarla de su empotramiento y trasladarla con seguridad afuera, ni tampoco era el caso de privar a los sufridos «números» de su precario refugio (el agujero en su tejadillo era fácilmente subsanable; pero no así las posibles consecuencias de una destrucción in situ de la granada, por muy controlada que se pretendiese), por lo que, en compañía del citado cabo primero Saavedra, nos pusimos manos a la obra. Como quiera que estos ejercicios de adiestramiento formaban parte del plan de alistamiento intensivo del batallón que se encontraba entonces en 116 Enero-feb.


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