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196 Revista del Instituto Español de Estudios Estratégicos Núm. 0 / 2012 de la atención a la sociedad egipcia. Es decir, los servicios sociales gubernamentales quedaban gradualmente más lejos del alcance de las capas sociales más populares, que padecían un progresivo aumento de la penuria a medida que se enriquecían las élites cercanas al poder. Ésta era la situación interna de Egipto. Una vez más, había que tener en cuenta el contexto regional. En aquella ocasión, fue la ola revolucionaria islámica desatada por el regreso del ayatollah Jomeini a Irán, tras la caída del sha Reza Pahlevi. A partir de 1980, coincidiendo además con el estallido de la Primera Guerra del Golfo entre Irán e Iraq, se inició una expansión del islamismo que penetró en poco tiempo en los países árabes. Al margen de las diferencias entre shiíes o sunníes, el ímpetu reformador acabó traduciéndose en un proceso de filiación musulmana frente a los gobiernos occidenta-les. La fracasada unidad perseguida por el ideal de la “nación árabe”, basada en regíme-nes laicos de los años cincuenta y sesenta, fue sustituida por la identidad musulmana. En otras palabras, la umma o comunidad musulmana emprendía un modelo propio, que aspiraba a reemplazar a los sistemas políticos de las cuatro décadas anteriores. A partir de este momento, se convertían en antagónicos los modelos islámico y secular. En Egipto la reislamización de la sociedad no se hizo esperar. La promoción de la caridad fue la mejor herramienta de la que hicieron uso los Hermanos Musulmanes para presentar su labor como vía de recuperación de aquella pureza islámica. En aque-llos años se adoptó un lema que atraería a las masas hacia la Hermandad de forma indiscutible: “El Islam es la solución”. En las décadas finales del siglo XX no hubo nin-gún eslogan en las campañas de los partidos políticos, tolerados en las elecciones, que pudiera competir con éste. Se convirtió en un gancho social respaldado por una autén-tica solidaridad visible. Por esta razón, los Hermanos Musulmanes fueron perdiendo ese perfil que los vinculaba exclusivamente con los pobres. Cada vez más, las clases medias y parte de las élites, de forma comunitaria o independiente, fueron compene-trándose con aquel mensaje y aquella actividad. Así se entiende que, a medida que el islamismo político iba ganando adeptos, también iban aumentando las restricciones impuestas por las autoridades, y se estrechaba más aún el control de este Movimiento. Con el paso del tiempo, el desgaste revolucionario y la actuación fundamentalista del régimen en Irán dejó mucho que desear a quienes habían sido atraídos hacia aquel ideal de extrema pureza vinculado con los ayatollah. Esta situación desató el debate interno en la umma en torno a los distintos ámbitos y grados de aplicación de la sharia. La diferencia que subyacía entre shiíes y sunníes fue haciéndose cada vez más patente. Ante el posible desvanecimiento de la idea de creación de un sistema islámico mun-dial, los sectores más radicalizados de las dos vertientes del Islam incrementaron el proselitismo. En otras palabras, entre las sociedades árabes, mayoritariamente sunníes, se extendió el desencanto del modelo iraní, disminuyendo notablemente su respaldo. Por entonces, el escenario afgano, primero sumido en una guerra civil y después en pleno apogeo del régimen talibán, sirvió de marco perfecto para quienes en torno a la yihad, esta vez entendida como guerra santa, habían concebido la idea de la recons-trucción de un Califato Islámico. Esta aspiración atrajo a muchos de los que, desilusio-nados con el debilitamiento del islamismo shií, pasados los años de su esplendor, espe-


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