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LA LEGION 534

Actividades << A IMAGEN Y SEMEJANZA desfi le de la fuerza y su insustituible cabra por el paseo central del parque, siendo vitoreados y aclamados por el personal asistente. Para el escultor, el momento culmen se produjo cuando, a los sones del Novio de la Muerte, los Guiones y Banderines de las distintas Unidades rindieron homenaje a los caídos de todos los tiempos, siendo depositada una corona de laurel a los pies de la estatua. Se sintió partícipe activo de ese momento solemne en que el sol se pone, las cornetas rasgan el espacio, suena el toque de oración, los legionarios, fi rmes, saludan en silencio y en estos minutos de mudez y recogimiento parece que, como un torbellino, recorre el pensamiento la ola del recuerdo. No se movía ni un alma, todos los ojos estaban clavados en la pulcra silueta de la escultura. Pensaba en esos soldados que estaban muy lejos de sus casas, que al morir el día, su campamento torna al descanso y en la noche fría y nublada sólo sentirían el chisporrotear de las hogueras y las pisadas tranquilas de los centinelas. Transcurrieron unos años y el señor Amores, a pesar de que ya se encontraba en la vejez, que es la estación serena de la vida, gustaba, al amanecer, de dar un paseo acompañado de su inseparable bastón y, entre paso y paso, recapacitaba en los grandes personajes que nos precedieron y dejaron aquí su huella. Ellos pueden cruzarse en nuestro camino de múltiples maneras, a veces dan su nombre a la calle donde vives, al hospital donde te curan, al colegio donde estudian tus hijos o a la fi gura de un ser ilustre que duerme en la paz, quietud y languidez de un parque. El tiempo esperanzado que había pasado rastreando a su hermano por media España le había enseñado al menos una buena lección: la familia era valiosísima, la vida más aún y el tiempo era el único tesoro auténtico. Él siempre mantuvo un hálito de esperanza, que es aquello que hace que el náufrago agite sus brazos en medio de las aguas, aun cuando no vea tierra ni barcos por ningún lado. Con cansino caminar se topó con “su” obra de bronce, aquel férreo legionario tenía mucho de su hermano Hipólito fallecido en la Acción de Edchera. Arturo, era un escultor ya en declive que no esculpía. Y sin embargo, eso era lo único que le quedaba: la capacidad de otorgar una forma física a sus emociones. No tenía nada, su propia vida había dejado de pertenecerle, pero todavía conservaba ese poder. Aquella fi gura, - a imagen y semejanza -, nacida de sus manos a partir de un ideal en su mente, siempre sería suya. Por un momento permaneció en silencio y sólo se oyó el lejano gorjeo de las alondras. El anciano, con calma y sosiego, de una manera onírica, alargó su brazo pasando las yemas de los dedos temblorosos sobre la escultura con la delicadeza de quien acaricia a un bebé, notó el frío metal y, en sus grandes ojos azules, pareció verse el brillo del cristal de unas lágrimas, como las que a veces chispean en el fondo lóbrego de una capilla sólo iluminada con el pábilo titilante de las velas encendidas. En ese relámpago del tiempo, como cuando era un crio y le cogía la mano a su padre adoptivo, de nuevo se sintió contento y reconfortado porque no estaba solo en el mundo. 534· I-2016 71 La Legión


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