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REVISTA DE HISTORIA NAVAL 134

AGUSTÍN RAMÓN RODRÍGUEZ GONZÁLEZ oportuno poner el estratégico puerto en las inocuas manos marroquíes antes que cayese en las de cualquier otra potencia europea, línea política que ha seguido con constancia hasta bien entrado el siglo XX, como recordará el lector. Sumando el halago a los acuerdos, en 1858 el gobierno de Victoria I puso a disposición de los hijos del sultán un vapor para que peregrinasen con toda comodidad a La Meca. Lógicamente, en España, el hecho de que Gran Bretaña, o Francia, o ambas de común acuerdo dominasen Marruecos o al menos lo «satelitizaran» causaba honda preocupación, hasta el punto de que, como reflejaban las palabras de Donoso Cortés en el Congreso de los Diputados en 1849, se viese en ello una amenaza a la misma existencia de la nación. Había, además, otras razones para que en España empezase a crecer el interés por Marruecos y se pensara incluso en una expansión por la zona. y es que, pese a los sucesivos tratados firmados con el sultán, la cuestión de los límites fronterizos de Ceuta y Melilla, lejos de resolverse, daba lugar a continuos incidentes armados que, en ocasiones, devenían en auténticas batallas, especialmente en la segunda de las plazas, incidentes, por otra parte, que no hicieron sino crecer y agravarse en la década de los cincuenta. Añadamos a todo ello los incidentes provocados por el contrabando y la piratería de los costeros rifeños, fundamentalmente sobre veleros que recalaban cerca de la costa marroquí en su tránsito por aguas del Estrecho y el Mar de Alborán. Esto aparte, en muchos medios españoles alentaba un deseo de emular a las grandes potencias, que vivían por entonces el apogeo de su expansión colonial, y a cuya prestigiosa vera se quería ver otra vez a España. Pero como el país, a la sazón escasamente desarrollado, no tenía grandes intereses, ni comerciales ni industriales, en Marruecos, esta empresa colonial se sustentó en el benéfico designio de llevar los logros de la civilización a un pueblo atrasado, todo ello envuelto con románticas y un tanto edulcoradas referencias a la Reconquista y al supuesto proyecto de Isabel la Católica y de Cisneros por proseguirla en el norte de África. Huelga decir que tales planteamientos serían hoy criticados por bastantes, pero en la época de que tratamos eran compartidos por todas las fuerzas del espectro parlamentario, incluidos los progresistas, que eran con mucho los más decididos a prestar tal ayuda, sin hacer ascos al uso de la fuerza si preciso fuera, pues la causa lo justificaba. Por más que la historiografía dominante sea proclive, mucho nos tememos que interesadamente, a obviarlo, era la izquierda la más interesada en esa expansión y la más decidida a afrontar una guerra, aunque para ello hubiera que desafiar el avasallador poder del imperio británico. Bien es cierto que también se ha aducido que a OʼDonnell le guiaron otras verosímiles razones, como elevar el prestigio exterior de España o acabar con las discordias domésticas, pues el conflicto sería interiorizado por los españoles con una causa nacional que exigía postergar las desavenencias políticas, pero las apuntadas anteriormente tenían suficiente peso específico y bastan por sí solas para explicar la decisión de intervenir del general OʼDonnell, por más que, complementariamente, se consiguiese igualmente esa «unión nacional» y ese prestigio. 34 REVISTA DE HISTORIA NAVAL Núm. 134


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