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EJERCITO DE TIERRA NOVIEMBRE 2016

El ejército otomano marcha sobre Túnez. Cervantes fue muy crítico con esta campaña militar REVISTA EJÉRCITO • N. 908 NOVIEMBRE • 2016  89  CERVANTES Hay en este discurso una dicotomía entre el caballero andante, que sueña estar en la Edad Media, en la que el esfuerzo del brazo decidía el combate, y el tiempo del Renacimiento, en el que las ideas y el aparecer de las técnicas para la combinación de las armas de fuego y las blancas, la disposición de las tropas para garantizar el apoyo mutuo, el ensamblaje en un todo de infantería, caballería y artillería, por muy incipiente que esta sea, van a ser lo que decide la victoria. El valor del jefe será, principalmente, el valor de decidir, no la fuerza de su brazo ni el cabalgar al frente de los suyos, como soñaría don Quijote. La fortificación recibió también un nuevo impulso en los tiempos de Cervantes y él lo sabe. Ya no se trata de una muralla que impida la escalada, ya se han de resistir los impactos de la artillería enemiga. Aparecen la guerra de minas, la contramina y el desarrollo técnico de las armas de fuego, que pasan del arcabuz de mecha al mosquete, también de mecha pero de mayor calibre y alcance. No valen solo la espada, la pica o la muralla. Mandar es pensar y decidir. Sigue siendo imprescindible el valor, pero ya lo es también el juicio, el medir los riesgos de cada decisión y elegir el jefe entre varias opciones distintas. Hay que coordinar la fuerza y la razón. Cervantes vio el despliegue de las dos flotas enfrentadas en Lepanto. Vivió el choque entre dos galeras. Vio las disposiciones adoptadas por los mandos antes del choque y las maniobras que se realizaron en él. También vivió las disposiciones de Don Juan de Austria frente a Túnez. Vio la razón y el valor hermanados. También juzga con dureza la defensa de La Goleta por boca del «Cautivo» en el capítulo XXXIX de la primera parte del Quijote. Piensa Cervantes, por un lado, en la inutilidad de encerrarse las tropas en el fuerte, ya que hubiera sido más ventajoso atacar a los turcos en el momento del desembarco, pero reconoce que la disparidad de fuerzas, 75.000 soldados turcos y 400.000 moros frente a 7.000 españoles, lo hubiera hecho imposible (la verdad es que su gobernador dividió sus tropas entre el castillo de la ciudad y el fuerte de La Goleta). Cervantes acaba este relato con un durísimo juicio: «Pero a muchos les pareció, y así me pareció a mí, que fue particular gracia y merced que el cielo hizo a España en permitir que se asolase aquella oficina y capa de maldades, y aquella gonia (cáncer) o esponja y polilla de la infinidad de dineros que allí sin provecho se gastaban, sin servir de otra cosa que de conservar la memoria de haberla ganado la felicísimo del invictísimo Carlos V, como lo es y lo será, que aquellas piedras las sustentarán». Cervantes, no obstante, elogia la forma heroica en que se llevó su defensa, señalando que de los 300 defensores que rindieron las armas «ninguno estaba sano» y que fueron 25.000 los muertos enemigos. Don Quijote, en su discurso, hasta aquí es un hombre de su tiempo; atrás quedan sus ensoñaciones. Pero es Cervantes quien habla a través de su héroe. Después don Quijote vuelve al mundo de sus quimeras. Se queja de la aparición de la artillería y, en general, de las armas de fuego, porque le crea recelo pensar si «la pólvora y el estaño (debería decir el plomo) me han de quitar la ocasión de


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