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RGM DICIEMBRE 2017

RUMBO A LA VIDA MARINA tros no hubiéramos perdido las facultades regeneradoras de esos animales que titulamos de inferiores, seguro que no nos daría tantos quebraderos de cabeza el trasplante de órganos, e incluso estaríamos rondando el espejismo del sueño de la eterna juventud si, parejo a nuestro envejecimiento, nuestros cuerpos pudiesen ir desprendiéndose de sus trozos y órganos caducos para sustituirlos por otros nuevos, como es privilegio de las estrellas marinas. Concluyamos, pues, que el proceso regenerativo carece de límites en los peldaños más bajos de la escala evolutiva, pero a medida que vayamos ascendiendo por ella, se va a ir mermando gradualmente. En el origen de la evolución aparece en la mar el ser unicelular más sencillo que existe, la bacteria, que, al carecer de núcleo, únicamente puede multiplicarse (no se puede decir que se reproduce) por el sistema de partirse en dos mitades, en dos individuos viables y exactos, llevando el proceso regenerativo bidireccional de «destruirse» y «reconstruirse» al absurdo filosófico, porque son criaturas que «no mueren de tanto vivir», ya que jamás han dejado de ser ellas mismas, de modo que, salvo ciertas puntualizaciones científicas y que ahora no hacen al caso —por otra parte muy respetables—, sabemos que esa bacteria que hoy nos causa una infección es la misma exactamente que ya vivía hace 3.000 millones de años. ¿Cabe mayor capacidad de regeneración que la sorprendente perpetuación de un ser vivo contra el tiempo y contra todos los extremismos climatológicos y geológicos con los que se ha escrito la historia de la Tierra? Por su parte, los vegetales —que son otros simplones evolutivos— sabemos que se pueden «partir en pedazos» como método de multiplicación asexual, y que los esquejes resultantes pueden sobrevivir y también, al igual que ocurre con los brazos de las estrellas marinas, terminan regenerándose (transformándose) en una versión clónica, completa y exacta, genética y morfológicamente del vegetal del que se desprendieron o del que los desprendimos con la intención de conservar aquellas características de sus plantas de origen que las hacían más rentables en los campos de la jardinería o de los cultivos industriales, garantizando una uniformidad que sería imposible en la reproducción sexual, que ante todo es variabilidad, al intervenir un padre y una madre que son genéticamente distintos y, por tanto, su descendencia también. Por su parte, la planta de la que se extrajeron los injertos se regenera también, como sucede con la estrella marina, y recupera su forma original. Además, el vegetal admite muy bien el «trasplante de órganos», es decir, el injerto. De hecho, desde el desastre de la filoxera a finales del XIX en Europa, todas las vides que hoy vegetan en nuestros campos se componen de un patrón o portainjertos de raíz de vid salvaje americana resistente a la plaga, sobre el que se injerta la vid europea, que es la que produce los buenos vinos. y ambas plantas viven como si fueran una sola. Pero a cambio de haber conseguido una mayor complejidad estructural, los vegetales han perdido la «inmortalidad» de las bacterias y se han hecho hijos del tiempo y de la muer- 890 Diciembre


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