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dossier cumpliese todo lo reglamentado. La mayoría de alumnos galonistas procedían de pilotos de complemento. Tenían experiencia y se sabían los trucos de la milicia. Naturalmente mi situación era muy comprometida porque a nivel personal toda esa parafernalia y rectitud me molestaba, y lo hacía a desgana. El 16 de septiembre, primer día de academia, el teniente Bugella me arrestó, lo que implicaba pérdida de puntos y no tener recreos ni salida al pueblo. Por no extenderme diré que acumulé arresto tras arresto hasta las vacaciones de Navidad sin salir de la Academia. El teniente Bugella, tío de la niña con la que salí en Somosierra, tenía todo el día mi nombre en su boca para llamarme la atención por cualquier fallo y además, arrestos y más arrestos. Me tenía tanto cariño que, según me enteré después, quería hacer de mí el mejor oficial. Y sin embargo, con esa actitud lo que provocaba en mí era un deseo de pedir la baja en la Academia. Al finalizar el primer trimestre se hacía una reordenación de los alumnos en función de los arrestos, notas de estudio, deportes y comportamiento. Del número 9 pasé al 90, más o menos, teniendo buenas notas en estudio, pero malas en conducta y en espíritu militar, que puntuaban mucho. COMIENZAN LAS CLASES DE VUELO En enero de 1946 empezamos las clases de vuelo. Cada profesor tenía cinco alumnos. En mi grupo estaba Manolo Roca, Barberán, Cereceda, Juanito Mesa y Carmelo Martín Sánchez. Nuestro profesor de vuelo era el capitán Rafael López Peña, que tenía un hermano más joven, Ernesto, compañero de promoción. El capitán tenía mal genio, según se decía, por una úlcera de estómago. Las clases de vuelo las encontraba atractivas y fáciles de realizar. Prueba de ello es que el profesor apenas me corregía. Todo transcurría con normalidad. El resto de alumnos bajaban del vuelo compungidos por los chillidos y regañinas del profesor. El número mínimo de horas para volar como único piloto, «la suelta» eran nueve, suma de clases de 20 minutos más o menos; casi todo el tiempo realizando despegues, aterrizajes y maniobras de coordinación. El 4 de marzo de 1946, justo con nueve horas de vuelo, despegué y aterricé por primera vez «solo», y lo debí hacer bien por la efusiva felicitación del parco y tosco profesor. Fui el primero que soltaron de los alumnos que habían ingresado sin tener el título de piloto con anterioridad por provenir de suboficiales pilotos de complemento. Lo que más nos atraía a todos los alumnos de vuelo eran las clases de pilotaje. El resto de las asignaturas no transmitían la ilusión del vuelo. La instrucción aérea se fue ampliando en acrobacias, barrenas, vuelos en formación…, incluso ya al final se simularon vuelos nocturnos, que consistían en despegar cuando estaba a punto de amanecer. Todos estos avances constituían nuestra esperanza como futuros pilotos de combate, aunque en los dos años en San Javier solo obteníamos el título de piloto elemental. Mas no todo iba a ser fácil. Hubo muchos incidentes: capotajes, roturas de planos o de tren de aterrizaje por impericia de los alumnos... Estos hechos nos afectaban en cierta medida pensando que eso dependía de nosotros. Pero un día al cadete Blanco (q.e.p.d.) se le paró el motor al poco de despegar y le entró en pérdida el avión y se estrelló, muriendo del golpe el piloto. Aquello era diferente a los incidentes, pero la Academia, Desfile por la avenida de la AGA que sabía mucho de esto, tomó la decisión de continuar de inmediato las clases de vuelo como si nada hubiese ocurrido. Al día siguiente se hicieron los actos fúnebres establecidos para estos casos. Al finalizar el curso mejoré muchos puestos en la clasificación a pesar de los arrestos, gracias a las buenas notas en vuelo y las asignaturas, salvo las ordenanzas que aprobé con la nota mínima (memorizar como un papagayo no se me daba bien ni me gustaba). SEGUNDO CURSO EN SAN JAVIER En septiembre de 1946 empecé el segundo curso, que transcurrió con normalidad porque ya había aprendido lo que era la milicia, y poco a REVISTA DE AERONÁUTICA Y ASTRONÁUTICA / Enero-Febrero 2018 67


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