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JOSÉ ANTONIO OCAMPO un astillero en la barranca de este río, veinte leguas abajo, en pueblo de españoles que estaba poblado en dicha provincia llamado Santa Cruz de Capocovar, que hacía un año que lo había poblado un capitán Pedro Ramiro, y dejando a un capitán por su teniente de armada, que era el dicho Pedro Ramiro, y a un maese Jn.º Juan Corso por maese mayor, les mandó que hiciesen ciertas barcas y navíos, y él se tornó a la ciudad de Lima a hacer gente y buscar lo que le faltaba para el aviamiento de su jornada. En el entretanto que el gobernador Pedro de Orsúa anduvo por el Perú año y medio buscando gente y aderezando lo que le faltaba para el aviamiento de su jornada, la gente de la mar y oficiales que hemos dicho que dejó en el astillero hicieron once navíos grandes y pequeños, y entre ellos había un género de barcas muy anchas y planudas, que llamaron chatas, que en cada una de estas cabían treinta y cuarenta caballos, y en las proas y popas mucho hato y gente. Todos estos navíos, por lo mucho que digo que el gobernador se detuvo, y por la ruin maña que se dieron los oficiales y los que allí quedaron, o que la tierra es muy lluviosa, se pudrieron, de suerte que al echarlos al río se quebraron los más de ellos, que solamente quedaron dos bergantines y tres chatas, y estos tan mal acondicionados que al tiempo que los comenzaban a cargar se abrían y quebraban todos dentro del agua, de manera que no les osaron echar casi carga, y en una sola chata, la más recia, se pudieron llevar hasta veintisiete caballos, y todos los demás, que fueron muchos, se quedaron en una montaña perdidos (…) Y con tres chatas y un bergantín que habían quedado nos echamos por el río abajo harto descontentos por dejar los caballos y mucha ropa y ganados y otras cosas que por falta de barcos no se pudieron llevar, y con harto riesgo de nuestras vidas, porque el río es poderosísimo y los navíos que llevábamos eran quebrados y podridos; y también porque al tiempo de la partida hubo algunos motines ―dejando aparte que se quisieron volver al Perú, lo cual viendo el gobernador prendió a algunos y a otros no―, y sin que nadie huyese, embarcamos el veintiséis de septiembre de mil quinientos sesenta. Embarcado el gobernador con su gente el mismo día, se echó río bajo y comenzó a navegar, y pasando un raudal grande en unos remansos que estaban a un cuarto de legua de su astillero, pasó aquel día para embarcar los caballos, y otro día por la mañana partió, pasando otros caudales y remolinos ese día, dejó atrás todas las sierras y cordilleras del Perú y se empezó a meter en la tierra llana, que dura casi hasta el mar del Norte. Otro día, por la mañana, dio el bergantín que llevábamos en un bajo y del golpe se le saltó un pedazo de la quilla, y el gobernador lo vio quedar en seco y no se detuvo a socorrerlo sino que continuó con el resto de la armada hasta que llegó a los Caperuzos, donde había enviado delante con cierta gente y canoas a Lorenzo de Salduendo, para que allí buscase alguna comida porque iba la armada con gran necesidad; y repartiendo la que allí hubo, que tenía Lorenzo de Salduendo, que era muy poco, esperó al bergantín, ya los que en él venían se dieron buena maña, y tapando el agujero con mantas, en dos días, con harto trabajo, se juntaron con su gobernador. (…) Llegados a un pueblo de indios en el que había mucha madera y grandes vigas que los indios tenían recogidas; eran todos cedros para hacer sus canoas. Aquí determinaron los tiranos y su Príncipe de alzar y echar una cubierta a los bergantines por el buen aparejo de comida y madera que hallaron y porque pareció a la gente de la mar que así convenía; lo uno porque ensanchaba alzando los bordos y cabía más holgadamente la gente toda, y lastrándolos porque iban más seguros para la navegación de la mar. 116 REVISTA DE HISTORIA NAVAL Núm. 141


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