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TEMAS GENERALES Ruinas tras el ataque a Hiroshima. (Fotografía facilitada por el autor). Al atracar en el puerto de Hiroshima, nos recibió en el muelle un grupo de jóvenes ataviados a la usanza tradicional japonesa, portando una gran pancarta que decía: Welcome to Hiroshima; pero la impecable puesta en escena no impidió que, al leer las palabras de bienvenida, tu pensamiento volase alrededor de la muerte, que te persigue durante toda la visita a la ciudad, en la que palpas una gran contradicción: por un lado, parece que todo quiere borrarse cubriendo la tragedia guerrera con un manto en el que sobresale la palabra PAZ, y por otro, los réditos turísticos que aporta representar a diario el espectáculo ocurrido el 6 de agosto de 1945 por el B-29 Enola Gay al lanzar sobre la ciudad una bomba atómica que causó más de 166.000 víctimas mortales, a las que siguieron seis días después otras 80.000 en Nagasaki, lo que obligó a la rendición del Japón y supuso el final de la Segunda Guerra Mundial. Hecho del que quizás solo un español fue testigo, el padre jesuita Pedro Arrupe, que llegó a ser superior general de la Compañía de Jesús. En su libro de memorias Yo viví la bomba atómica, cuenta que ese 6 de agosto se encontraba en una casa de la Compañía con 35 jóvenes y varios padres jesuitas, cuando a las 08:15 horas vio «una luz potentísima, como un fogonazo de magnesio disparado ante nuestros ojos; y, al abrir la puerta del aposento, oímos una explosión formidable, parecida al mugido de un terrible huracán; pero todos los allí presentes salvaron sus vidas». Arrupe —que había estudiado Medicina— y el resto de los jesuitas improvisaron un hospital en la casa del noviciado, lo que vino a mi memoria fotografiando la cúpula rota del antiguo Museo Comercial de Hiroshima, que permanece como vestigio y recordatorio del horror, erguida junto al que fue el objetivo para el lanzamiento, el puente Aioi sobre el río Ota, que, cuando giré mi cámara para fotografiarlo, estaba repleto de escola- 2018 691


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