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de personas continúa con sus tareas a escasos metros del asfalto; tardo en darme cuenta de que viven allí, distingo chozas de paja, hamacas, humo que sale de una olla, un perro que se rasca una oreja… En el momento de librar pista mis ojos se cruzan con los de un niño escuálido, vestido con una camiseta larga que le cubre hasta las rodillas y que sujeta a su hermanito, desnudo y asustado por el sonido de las hélices del T.21. Son dos escasos segundos en los que creo percibir un cambio en su expresión. Susurra unas palabras al pequeño para calmarle y sonríe al avión inocentemente. Aparcamos la aeronave en la plataforma francesa y bajamos entumecidos. A lo lejos, vemos a nuestros compañeros del Ejército de Tierra que vienen a recibirnos. A pie de avión, el personal de la escale que se afana en atender el avión, descargar, repostar. En poco menos de una hora, después de tomar un refresco invitados por nuestros anfitriones, nos despedimos de nuestros compatriotas, que observan con cierta envidia cómo embarcamos rumbo a Gabón, la «suiza africana», el tercer país subsahariano en renta per cápita, pero también uno de los sufren más desigualdad en su reparto. Cuando despegamos, el sol, que ya se oculta, nos deslumbra. Mientras ascendemos, parece quedarse quieto, atrapado entre el día y la noche, hasta que acaba desapareciendo. Al rato tenemos el privilegio de admirar cómo la Luna asoma tras el horizonte y es engullida, lentamente, por la sombra que proyecta la Tierra, El centro de Libreville mientras se tiñe de rojo contra un cielo tétrico. No viaja sola; Marte, el viejo dios de la guerra, la escolta en su periplo hasta que ambos desaparecen arropados por las nubes rizadas, cansados de ser observados por centenares de ojos curiosos. A lo lejos, las luces de la capital dibujan una forma como de gabán o túnica, el estuario de Gabón; hace siglos algún navegante portugués creyó encontrar esa similitud y el nombre permaneció en uso entre los exploradores occidentales. Una ancha superficie, no se sabe si de río o de mar, baña a un lado Pointe Denis, paraíso natural, y al otro la ciudad de Libreville, caos urbano. Entre los claroscuros se dibuja una pista de aterrizaje, una única franja de asfalto, sin calle de rodaje. El avión se va alineando, acercando hasta que la ruedas acarician la pista, la frenada despierta al pasaje que mira por las ventanillas mientras la humilde terminal civil queda atrás dando paso a la Base gabonesa y, finalmente, a la francesa. Al poner los pies en tierra se desencadena una tormenta, africana en su violencia y plenitud, que empapa todo con su agua tibia e ilumina a intervalos el aparcamiento, como fotogramas de una vieja película en blanco y negro. En la pared de un edificio cercano, un modelo de papel ofrece radiante su mercancía; en mi interior, la suya se confunde con la sonrisa que me brindó el niño de la pista. Él nunca saldrá de su poblado, pero su recuerdo viajará siempre en mi memoria. n Sonrisa de papel REVISTA DE AERONÁUTICA Y ASTRONÁUTICA / Diciembre 2018 969


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