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a Europa, alcanzaría una nueva marca mundial de altitud al subir hasta los 4.250 metros. La vuelta aérea a Anjou En el mes de junio de 1912 los fabricantes aeronáuticos 94 franceses organizaron una competición de dos días para mostrar al Ejército los nuevos aviones de combate. Sería la Vuelta a Anjou, que tenía un recorrido de 160 kilómetros, en-tre las ciudades de Angers, Saumur y Cholet, en la provincia de Anjou, para volar un circuito triangular a volar siete veces. Tal maratón intentaba probar aviones y pilotos simulando las duras condiciones de la guerra. Los agregados militares de varias naciones europeas acudieron al punto de partida, Angers. También se habían reunido en Angers los mejores pilotos de Francia y sus aviones más avanzados. Destacaba de entre ellos e incluso aparecía como el favorito para ganar el gran premio de 50.000 francos el fino y potente Deperdus-sin, diseño de Louis Béchereau, quien más tarde realizaría el famoso caza Spad de la Primera Guerra Mundial. Su más probable competidor era el Nieuport, creación del ingeniero francés Edouard Nieuport. Pero el éxito de la Vuelta a Anjou no iba a depender de los diseños innovadores. Un elemento imprevisto, el tiempo, iba a convertir la prueba en algo muy diferente de lo previsto. El 16 de junio, primer día de la prueba, amaneció en calma, pero súbitamente se levantó un viento impetuoso y se des-encadenó una gran tormenta. Silbaba el viento entre los ca-bles tensores de los aeroplanos atados en el aeródromo en las afueras de Angers y unas nubes oscuras cada vez más negras comenzaron a descargar una intensa lluvia. En un hangar los pilotos discutían si la prueba debía celebrarse o no. El aviador parisino Jules Védrines, muy alborotador, que volaba para Deperdussin, se subió a un bidón de gasolina y pidió a gritos el boicot. La mayoría de los pilotos lo secunda-ron, pero uno, Roland Garros no tenía intención de retirarse, manifestando su intención de despegar en la mañana del día siguiente. A las 8:45 a Garros le llevaban el avión a la línea de salida. El Bleriot vibraba azotado por violentas ráfagas y un amigo miembro del equipo intentó persuadir a Garros: «¿No crees que es mejor esperar un poco?», sugirió. Otro amigo contes-tó por Garros: «Ni pensarlo. Sabe que debe partir». Aquellas palabras, Garros diría después, «llenaron mis venas del en-tusiasmo que necesitaba. Me parecía ir a dar un paseo en la lluvia». Un mecánico dio vueltas a la hélice; el motor Gnóme echó a andar y Garros despegó hacia Cholet. Garros luchó contra el viento en todo el recorrido. Desde su Blériot encabritado podía ver los árboles doblarse bajo la fuerza del vendaval. La lluvia le azotaba la cara como si las gotas fueran agujas, y le empañaba los anteojos. Manos, muñecas y brazos se le quedaron peligrosamente engarrota-dos de luchar con los mandos. Garros había apostado pen-sando en que mejoraría el tiempo; por el contrario, empeoró en la segunda vuelta y se encontró volando sin visibilidad en una continua y torrencial tormenta. «Controlaba el avión con una mano y con la otra me cubría», dijo. «No podía ver ab-solutamente nada y navegaba exclusivamente por la brújula. Al fin vi un claro de nubes, aterricé en un pequeño campo y pregunté a un labrador dónde estaba. Me lo indicó y de nue-vo despegué». Sin embargo, bloqueando su ruta en la lejanía había una pared de amenazadoras nubes oscuras. «Seguí adelante», continuó Garros. «Volé más y más cerca de la barrera ne-gra y luego llegué a su centro, un torrente de granizo. Mi objetivo, el aeródromo de Angers, se encontraba debajo de la tormenta. Con los ojos medio cerrados, manejando des-esperadamente los mandos, marchaba entre los tejados y chimeneas de la ciudad. Era el último esfuerzo. De repente apareció una silueta de hangares y tribunas; quité el contacto y aterricé». Garros se asombró al enterarse de que solo otro partici-pante en la Vuelta a Anjou aún estaba volando. Solo seis de los 34 inscritos se habían atrevido a seguirle con aquella tormenta y cinco se habían retirado a causa del mareo, pro-blemas de motor y accidentes al aterrizar. Cuando Garros reanudó el vuelo en su tercera y última vuelta del día, la tor-menta había amainado; acabó la vuelta sin incidentes. Al día siguiente, con cielo soleado, dio otras cuatro vueltas y recla-mó el gran premio. El primer cruce aéreo del mar Mediterráneo El desarrollo del hidroavión era una prueba del acelerado progreso que se estaba produciendo en la aviación po-co antes de la Primera Guerra Mundial. Mes a mes, el avión se iba sofisticando, con más potencia, tamaño y seguridad, características técnicas que permitirían a pilotos arriesgados intentar vuelos de distancias asombrosas. En 1913 un fran-cés de 20 años, Marcel Brindejonc des Moulinais, voló en un monoplano Morane-Saulnier unos 1.400 kilómetros desde Francia a Polonia en un solo día. Desayunó en París, comió en Berlín y cenó en Varsovia, hecho que preconizaba los viajes aéreos internacionales modernos. También en 1913, Jules Védrines voló 4.000 kilómetros con un pasajero desde Nancy, al este de Francia y a El Cairo, con paradas en ruta. La fiabilidad de motor y de la estructura sufrió otra prueba en 1913 cuando Roland Garros, el héroe de Anjou, intentó, en vuelo sin paradas, nada menos que cruzar el mar Medite-rráneo. El aviador despegaría desde San Rafael (Fréjus) en la costa mediterránea francesa, y planeó ir en dirección sur so-brevolando las islas de Córcega y Cerdeña para aterrizar en la costa del norte de África. Era un vuelo de unos 824 km, la mayoría de ellos a través del mar abierto. Garras conocía los riesgos. Su Morane-Saulnier, de características terrestres, solo podía llevar combustible para 8 horas. Si recibía viento Garros en la revista Grandes Épocas de la Aviación


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