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al mundo. Lartéguy —pues Osty ya empezaba a publicar sus crónicas bajo este seudónimo2— estaba allí para contarlo… y para caer fascinado con los dos protagonistas de los hechos: el viet, «el soldado absoluto, la mejor infantería del mundo: el partido y el ejército son toda su vida y, fuera de ellos, no tienen existencia propia», y el oficial de paracaidistas francés, conjurado consigo mismo para no sufrir nunca más una derrota: «Me decían que era necesario no volver a cometer los mismos errores; que el ejército metropolitano no comprendía nada, rehén de sus mitos. Estaban hartos de derrotas». Por eso, cuando parte —pero solo parte— de un renovado ejército francés hubo de afrontar la insurgencia de Argelia a finales de esa misma década, se empleó a fondo, tanto en el terreno militar como en el político, y exigió prácticamente a sus gobernantes carta blanca para actuar en lo que sería llamada la batalla de Argel. Actuando— ora como fuerza policial en las calles de la casbah, ora como guerrilla aerotransportada en los valles y colinas del país, los paras lograrían su victoria… parcial. El 3 de julio de 1962, Francia, presidida por De Gaulle, reconocía la independencia de Argelia, y de nuevo aquella parte del Ejército francés se sintió derrotada y, lo que era peor, traicionada… Pero eso es ya otra historia3. LOS CENTURIONES De Los centuriones vale decir que es una obra maestra en su género4, la narrativa bélica, y quizá una gran obra de la literatura en general. A la rica y viril prosa de su autor se une el acierto en la elección del tema —de candente actualidad en su momento, de interés histórico en cualquier momento— y, sobre todo, la sabia construcción de unos personajes tomados del natural que acaban elevándose, cada uno en su estilo, en arquetipos de oficiales perfectamente reconocibles para el lector militar o ducho en lo castrense. Y es precisamente el análisis de estos tipos lo que aquí nos interesa subrayar. Al frente del fascinante grupo de personajes de la novela, el coronel Raspéguy, trasunto del mítico coronel Bigeard, quien no solo sufrió la peripecia resumida en el punto anterior, sino que operó como auténtico motor de cambio de un ejército apegado 54  /  Revista Ejército nº 934 • enero/febrero 2019 a reglamentaciones obsoletas a otro altamente eficaz, «revolucionario ». De origen vasco, procedente de suboficiales, sempiterna pipa a la boca, Raspéguy es ese jefe cuyos mandos prefieren no ver en los desfiles por los Campos Elíseos o en recepciones diplomáticas pero al que siempre acuden cuando la cosa se pone fea. Es el que, sin perder el ánimo, entiende en los campos de los viets —un enemigo al que respetar— que el estrecho contacto con la población civil del país en que se opere y el entendimiento de la política global serán fundamentales en el nuevo tipo de conflicto, irregular, sucio, «asimétrico» diríamos hoy, que estaba naciendo tras la Segunda Guerra Mundial: «Me gustaría combatir con flexibilidad, solo maniobrando… ¡Verdún! Una carnicería inútil: cuando hay un millón de muertos, no se puede hablar de victoria. Hay que atacar de forma dispersa, en pequeños grupos, atuendo ligero y morrales repletos de granadas. Sombras que se cuelan y sobre las que no hay tiempo a disparar… Necesitamos muchachos astutos, capaces de desenvolverse lejos de su rebaño, llenos de iniciativa. Que crean en algo, que tengan una auténtica razón por la que valga la pena morir y tengan fe en sus jefes; más, que los amen, y que este amor sea recíproco… Para hacer la guerra siempre hay que ponerse en el lugar del enemigo: hay que comer lo que ellos comen, amar a sus mujeres y leer sus libros… Necesito tipos que Bigeard con sus hombres en el bunker del P. C. GONO en Dien-Bien-Fú De nuevo, aquella parte del Ejército francés se sintió derrotada y, lo que era peor, traicionada


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