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Cuando algún oficial de Artillería se distinguía en el combate y le era concedido un empleo superior al que ostentaba debía renunciar al mismo SEGUNDA DISOLUCIÓN (8 DE FEBRERO DE 1873) Antecedentes lejanos Las causas lejanas de la segunda disolución del cuerpo de artillería, decretada mediante Real Decreto de 8 de febrero de 1873, hay que buscarlas remontándonos seis años atrás para situarlas en el marco de unos gravísimos sucesos revolucionarios que culminaron con la sublevación de los sargentos de artillería del madrileño cuartel de San Gil, el 22 de junio de  1866. La mecha revolucionaria, atizada desde el exilio por el general Prim, había prendido con fuerza entre las clases de tropa (cabos y sargentos) que guarnecían la villa y corte madrileña, con especial virulencia entre los destinados en el acuartelamiento de San Gil, los cuales, hábilmente trabajados por el capitán del cuerpo, don Baltasar Hidalgo de la Quintana, estaban dispuestos a seguirle en sus afanes y ardides revolucionarios. Faltaban pues pocos minutos para que el toque de diana se dejase sentir en el cuartel de San Gil, en el amanecer madrileño del día 22 de junio de 1866, cuando un grupo de sargentos penetró en el cuarto de estandartes de los regimientos allí ubicados y, al grito de «¡Viva Prim!», encañonaron a sus oficiales que, dormitando unos en los sillones y entretenidos otros jugando una partida de tresillo, esperaban dicho toque para incorporarse a sus respectivos servicios. Reaccionaron estos de inmediato y se entabló un violento tiroteo en el que resultaron muertos el teniente don Juan Martorell y Fivaller (oficial de guardia) y los capitanes de artillería Torreblanca y Fernández de Henestrosa, y quedaron algunos más heridos de gravedad. De igual forma perdieron la vida al enfrentarse a los sublevados los comandantes Valcárcel, Escario y Cadaval, junto a los coroneles don Federico Puig Romero, y don José Balanzat y Baranda, que haciendo honor al dispensado por S. M. la reina Isabel II al concederles el mando de sus respectivos regimientos, salieron del cuarto de estandartes dispuestos a reconvenir y hacer frente a los asaltantes y fueron abatidos a tiros. Mejor suerte corrieron dos de los oficiales, uno de ellos herido, que pudieron escapar y llegar hasta el Ministerio de la Guerra y dar aviso al ministro de la Guerra y al presidente del Consejo de Ministros, general don Leopoldo O´Donnell. Dueños del acuartelamiento, los sargentos de San Gil sacaron las piezas a la calle y, con la tropa sublevada (unos 1  000 hombres), se dirigieron hacia la Puerta del Sol, donde tomaron posiciones en las calles de Preciados y Fuencarral y esperaron que se les unieran sus compañeros del cuartel de la Montaña y del Retiro, así como otras tropas sublevadas de la guarnición. Ya había amanecido sobre Madrid en ese 22  de junio de  1866, que se vislumbraba 48  /   Revista Ejército n.º 941 • septiembre 2019 trágico, cuando O´Donnell tocó llamada entre los generales que se encontraban residiendo en la Corte, quienes rápidamente acudieron a ponerse al frente de las tropas leales al Gobierno, prestos a combatir a los revolucionarios allí donde se habían hecho fuertes. Durante esa aciaga jornada sucedió un caso inédito y excepcional en nuestra historia militar: nada menos que cinco capitanes generales (O´Donnell, Narváez, que resultó herido, Serrano, Gutiérrez de la Concha y Pavía) y tres tenientes generales (Zabala, Ros de Olano y Echagüe) se batieron por la reina al mando de pequeñas unidades con un brío y un ardor más propio de jóvenes tenientes que de los muchos años y el muy alto grado que ostentaban en la milicia. Ese día el generalato español brilló a la altura que corresponde el refulgir de sus entorchados La lucha en las calles de Madrid y en las barricadas duró todo el día. Los sargentos de San Gil, faltos del apoyo que debían prestarles sus compañeros del Retiro y la Montaña, que fueron neutralizados por sus oficiales, se replegaron e hicieron fuertes en su acuartelamiento, que tuvo que ser tomado al asalto por las tropas leales al mando del general Serrano, quien dejó el patio sembrado de cadáveres. A la caída de la noche, la revolución había fracasado. Prim tendría que esperar aún dos años más para su triunfo definitivo y un Consejo de Guerra sumarísimo condenaría a muerte a 66 sargentos que fueron fusilados. Los generales Contreras y Pierrad, a quienes Prim había designado en su ausencia para hacerse cargo de la sublevación, se escondieron en distintos domicilios y el capitán Hidalgo de Quintana consiguió huir de Madrid y exiliarse en Francia. El mando concedido al general Hidalgo de la Quintana en Cataluña motivó que los jefes y oficiales de la escala activa de artillería pidieran la licencia absoluta. El Cuerpo de Artillería quedaba disuelto por segunda vez


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