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282 LÓPEZ DE LA ASUNCIÓN y LEIVA RAMÍREZ repatriados que alcanzaba aquel puerto, ni sería la última de las muchas que durante los siguientes meses traerían de regreso a miles de españoles. Sin embargo, esta vez la expectación era incomparable: entre los 119 pasajeros que tenían como destino final la ciudad condal se encontraban 33 de los 35 supervivientes de la defensa de la posición de Baler, ejemplo de heroísmo, constancia, empeño y voluntad de victoria ante las mayores adversidades. Para aquellos soldados la llegada a la Patria –con la que tanto habían soñado durante los meses de su defensa– constituía un momento de emociones encontradas. Orgullosos de saberse fieles cumplidores del deber de manera épica, gloriosa y ejemplar, sentían a su vez la pena de no poder compartir el momento con los compañeros fallecidos durante la defensa. Echaban también en falta a los padres franciscanos Juan López y Félix Minaya, supervivientes al asedio y prisioneros aún del Ejército Revolucionario filipino. Aunque ausentes en la formación estaban muy presentes en el recuerdo de sus compañeros mientras escuchaban las palabras que les dirigía en Capitanía el capitán general Eulogio Despujol, conde de Caspe: «Recordad sin jactancia, pero con orgullo, que formasteis parte del destacamento de Baler37». Durante el resto de sus días, los héroes de Baler recordaron con modestia su gesta, sin utilizar su heroicidad y sin ensuciarla por ello. Porque la humildad, si cabe, hace más grande al héroe. La misma tarde de su desembarco tuvo lugar en el cuarto de banderas del acuartelamiento Jaime I de Barcelona un banquete organizado por los cuerpos de la guarnición. El Ayuntamiento de la ciudad también quiso participar en el recibimiento y decoró el salón sin escatimar en gastos. Indudablemente para los homenajeados tuvo un especial significado que los propios oficiales de los batallones de Navarra y Albuera fueran los encargados de servirles personalmente durante el banquete en señal de respeto y admiración. Este gesto no era el primer reconocimiento que les ofrecían sus compañeros de armas. El sábado 29 de julio –mientras ultimaban los trámites de repatriación en el depósito de transeúntes de Manila– recibieron un regalo muy especial: La placa de Manila, una preciosa obra de orfebrería montada en los talleres del artesano manileño Zamora y cuyo coste había sido sufragado por los jefes y oficiales del Arma de Infantería presentes en la capital del archipiélago a la llegada del destacamento. Las de los dos oficiales eran una plancha alegórica del escudo de España en oro y brillantes, representando una al arma de Infantería, mediante una palma y un sable entrelazados en su parte inferior y la otra al Cuerpo Sanidad Militar, mediante dos palmas cruzadas. Las destinadas a la tropa eran de plata. Todas ellas presentaban 37 La Época, viernes, 1 septiembre 1899, n.º 17686, Año LI. Revista de Historia Militar, II extraordinario de 2019, pp. 282-300. ISSN: 0482-5748


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