los alcaldes, escriba o señale en todas
las paradas los hombres, armas
y bestias que componen la hueste».
Y añade el fuero en forma muy convincente
y astuta: «por si alguno huyese
de la hueste con hurto o llevase
a los sarracenos algún mensaje». A
los amantes de nuestra historia militar
no se nos puede ocultar que en
los párrafos transcritos del Fuero de
Teruel se configuran por vez primera
en la milicia, siquiera sea de una
forma embrionaria, la institución de
la «revista de comisario», en la que
los puestos de interventores y comisarios
de guerra los desempeñan el
notario y los jueces que se aluden en
el Fuero.
CONCLUSIÓN
En resumen, y para concluir, como
se ha visto en las líneas que anteceden,
la recluta de la hueste en la España
medieval, así como las penas y
castigos a los transgresores, se fue
fraguando a través de los distintos
fueros y edictos locales, reguladores
de un incipiente Derecho Penal que
tuvo su cabal reflejo en el llamado
Fuero Real (año 1255) y que culminó,
ocho años más tarde, en el famosísimo
Tratado de las Leyes de Partidas
(año 1263), del rey Alfonso X el Sabio.
El Tratado de Partidas es el primer y
gran código de la España medieval.
Consta de una compilación de siete
grandes leyes que abarcan desde «El
Estado Eclesiástico» (Ley I) al «Derecho
Penal» (Ley VII), y regulan también
todo lo relativo a «Emperadores
y Reyes» (Ley II), a la «Justicia»
(Ley III), al «Matrimonio y los Contratos
» (Leyes IV y V) y «De los Testamentos
y las Herencias» (Ley VI). El
código de Las Siete Partidas se caracterizó,
en fin, además de por procurar
la difusión de los diferentes saberes
conocidos hasta la época, por
el propósito de reducir la gran variedad
de los derechos locales a un único
derecho territorial común a toda
la monarquía.
72 / Revista Ejército n.º 958 • enero/febrero 2021
Batalla de Nájera (3 de abril de 1367)
Finalmente, y como veterano infante,
no podría concluir el presente artículo
sobre la recluta de la hueste sin expresar
mis mejores sentimientos de
admiración, cariño y respeto al soldado
de infantería de todos los tiempos.
Aquel que, a través de los siglos,
siempre llegó al campo de batalla al
ritmo pausado del «paso ordinario»,
cargado con su armamento e impedimenta,
soportando en infinidad de
ocasiones tanto las inclemencias de
un sol abrasador como el frío glacial
de las estepas. Aquel que, al ser herido,
regó con su sangre tierras extrañas,
dando así a los más remotos
confines savia de España. Aquel
cuyo cuerpo yace en ignorado lugar,
al morir por la patria sin el anhelo pobre
de egoístas miras. Aquel, en fin,
que marchó al combate acompasando
su pisada al son marcial de tambores
y clarines de las bandas de guerra,
haciendo suyo el dicho castrense
de «Que marchar a la campaña con
música de guerra es siempre marchar
con gloria».■