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geografía. La reina quedó muy complacida
con la visita al Colegio por las
múltiples demostraciones de afecto y
cariño recibidas recorriendo sus instalaciones,
y así se lo hizo constar en
su despedida al general Pavía, al brigadier
Losada y a los demás jefes y
oficiales profesores.
En el Colegio de Infantería el horario
era rígido por demás. Daba comienzo
el día militar a las cinco y media de
la mañana en invierno y a las cuatro y
media en verano, y concluía a las nueve
de la noche. Al finalizar los estudios se
salía con el empleo de subteniente de
infantería por promoción, empleo que
pronto cambiaría su denominación por
el más tradicional y clásico de alférez.
Por las aulas del Colegio de Infantería,
establecidas al principio en los antiguos
caserones toledanos del Hospital
de Expósitos, también llamado de
Santa Cruz, y en la Santa Caridad, para
ocupar después, merced al alto mecenazgo
de la reina doña Isabel II, el solo
en parte reconstruido Alcázar, pasaron
2865 caballeros alumnos desde 1850
hasta 1868, de los cuales, al finalizar el
siglo xix, el teniente general don Valeriano
Weyler Nicolau, filiado en el Colegio
con el número 766, estaba próximo
a alcanzar la alta dignidad de capitán
general del Ejército; siete eran tenientes
generales, 21 ostentaban el grado
de general de división y 94 el de general
de brigada.
Colegiales toledanos ilustres, además
del ya citado general Weyler, que tuvo
una dilatadísima vida militar y ocupó
los más altos cargos de la milicia, fueron
entre otros el teniente general don
Manuel Cassola y Fernández, ministro
de la Guerra en 1888, impulsor decidido
del más amplio programa de reformas
militares de finales del siglo xix
(reformas que, por su dimisión y posterior
fallecimiento, quedaron inéditas
en su tiempo); don Luis Dabán y
Ramírez de Arellano, teniente general,
inspector de la Guardia Civil, senador
del reino y conde de Verdú, notable
ejecutor de la Restauración borbónica;
su hermano don Antonio, que fue
capitán general de Valencia; don Fidel
Alonso Santocildes, el héroe de
Peralejo, Naranjo y San Quintín en la
manigua cubana; el general don Juan
García Margallo, jefe de gran prestigio,
que dejó huella indeleble en el
mando del Batallón de Cazadores de
La Habana y en el Regimiento de Isabel
II, y murió gloriosamente en Melilla
en la campaña de 1893; don Manuel
Macías; don Adolfo Jiménez Castellanos;
don Joaquín Vara de Rey, que
se cubrió de gloria en las Lomas del
Caney; don Antonio López de Haro; el
brigadier don Pedro Mella y Montenegro,
director de la Academia General
Militar en su primera época, durante
los años 1887-1890; el coronel don
Federico Vázquez Landa, jefe de Estudios
y alma de la citada Academia;
don Benito Fariñas, el barón de Sacro
Lirio; y finalmente (la lista de distinguidos
colegiales de Toledo se nos haría
interminable) don Nicolás Estévanez
y Murphi, filiado en el Colegio con el
número 663, que combatió primero
en la guerra de África (1859-60), después
en Santo Domingo y en Cuba, ya
con el empleo de capitán, y formulada
propuesta para el ascenso a comandante
por méritos de guerra. Estando
destinado en La Habana, pidió la baja
del Ejército al mostrar su discrepancia
por el fusilamiento de unos estudiantes,
de los que había sido nombrado
defensor en el consejo de guerra, por
un turbio asunto, según él no suficientemente
aclarado, acaecido entre estos
y un grupo de Voluntarios de La
Habana. Dedicado a la política, al proclamarse
la Primera República en España
(febrero de 1873) es nombrado
ministro de la Guerra, cargo que Estévanez
desempeña tan solo 17 días,
del 11 al 28 de junio de 1873.
Directores y subdirectores del Colegio de Infantería (1850-1869)