Page 47

EJERCITO DE TIERRA ESPAÑOL 910

Recursos Humanos REVISTA EJÉRCITO • N. 910 ENERO/FEBRERO • 2017  47  responsable de las consecuencias previsibles, pero no voluntarias, de sus actos. La moderna tecnología ha ampliado la distancia moral y geográfica que separa al «guerrero» de su oponente. Pulsar el botón que lanza un misil, como pulsar el botón que realiza el cambio de vías, nos desvincula de las víctimas inocentes que se produzcan y el resultado final puede llegar a ser inaceptable tanto para un soldado como para la sociedad a la que servimos. Cuando se valora, sobre todo desde órganos de decisión política y también castrenses, la muerte de inocentes como resultado de una operación militar, se suele hacer tanto hincapié en si ha habido voluntad o no de matar a los civiles que se obvian otros requisitos. Se acostumbra a creer que si uno cumple con la exigencia de no perseguir la muerte de inocentes carecen de importancia, en términos de responsabilidad, las dimensiones y el carácter de los negativos efectos colaterales. Sin embargo, esa argumentación no es válida. Ni siquiera lo es para la doctrina del doble efecto, que siempre ha mantenido que la prohibición de buscar la muerte de civiles es una condición ineludible, pero no la única, de las acciones lícitas. Así, quitar la vida de inocentes de manera no premeditada será considerado un admisible efecto colateral de las acciones de guerra solo si antes se han satisfecho dos condiciones. Una es la condición de necesidad, que prohíbe toda destrucción injustificada. Eso significa que una operación militar solo será moralmente válida si no existe alguna alternativa con la que obtener logros equivalentes a un menor coste en vidas y sufrimiento humano. La otra condición que debe tenerse en cuenta al aplicar la doctrina del doble efecto a los conflictos armados es la de proporcionalidad, es decir, el grado de destrucción permitido en persecución de un objetivo militar debe ser proporcional a la importancia del objetivo y, por tanto, el daño no pretendido, pero previsto a los no combatientes, no puede ser excesivo.3 CONCLUSIONES Terminábamos la introducción preguntándonos dónde trazamos la línea que separa a un militar de un criminal de guerra. Toda recta necesita como mínimo dos puntos para ser definida. La raya que divide a los que vestimos el uniforme de las Fuerzas Armadas de los vulgares asesinos tiene dos puntos indiscutibles (hay muchos más, pero estos dos, como en los principios matemáticos, son necesarios y suficientes): en primer lugar, el Estado de derecho, con todo lo que supone de uso de la fuerza legítima y cumplimiento de la constitución y leyes vigentes, así como los tratados y convenciones que regulan las guerras; en segundo lugar, la formación moral del militar, en la que se ha de enfrentar a dilemas éticos que pongan a prueba sus convicciones y su capacidad de razonamiento en decisiones que impliquen la muerte de seres humanos. Decía Hesíodo4 en su famosa clasificación de los individuos, que entre estos se dan tres tipos de inteligencia. Están los que saben discernir por sí solos lo que es correcto y dedican toda su actividad a conseguirlo. Luego están los que desean que alguien les enseñe lo que está bien y lo que está mal, para que después ellos puedan obrar en consecuencia. Por último, están los que, careciendo de la inteligencia precisa para hacer lo adecuado, rehúsan la ayuda que otros más inteligentes puedan ofrecerles. Es indudable que la mayor parte de la humanidad se encuentra entre los segundos, entre aquellos que quieren que alguien les muestre lo que está bien y lo que está mal y así poder obrar en consecuencia. Lutrell, como la mayoría de todos nosotros y como la mayoría de los soldados, se encuadra entre los que deben recibir una adecuada formación moral. En la medida de lo posible, pues muchas familias están desestructuradas, esa formación debe comenzar en la niñez, proseguir en la escuela como segunda institución socializadora y continuar cuando recibimos nuestro entrenamiento militar. La decisión de Lutrell fue la correcta, no solo porque no controlaba todos los parámetros implicados en la misma (los cabreros podían haber regresado a su aldea y olvidarse de los soldados), sino porque era lo moral y éticamente acertado, era lo que exige el segundo punto de la funesta línea que mencionamos más arriba, aunque a toro pasado sabemos que el final fue catastrófico.


EJERCITO DE TIERRA ESPAÑOL 910
To see the actual publication please follow the link above