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Espada de Sancho IV “el Bravo” Catedral de Toledo el Caballero para usar de su Ofi cio tenga alguna signifi cación que mantiene la nobleza de la Orden de Caballería”. Y, en concreto, decía Lulio: “Al caballero se da espada, que está adornada a semejanza de una cruz, para signifi car que así como nuestro Señor Jesucristo en la cruz venció a la muerte en que habíamos incurrido por el pecado de nuestro Padre Adán, así el Caballero con la espada debe vencer y destruir los enemigos de la cruz; y porque la espada es de dos cortes, y la Caballería es para mantener la justicia, la cual consiste en dar a cada uno su derecho, por eso la espada signifi ca que el Caballero con ella deba mantener la Caballería y la justicia”. Poco después, en el “Tratado que fi zo Don Juan Manuel (1282-1348) sobre las armas que fueron dadas a su padre, el Infante Don Manuel”, la espada simboliza tres cosas: “La primera, fortaleza porque es de hierro; la segunda, justicia porque corta de ambas partes; la tercera, la Cruz”. Por otra parte, la representación mayestática de un rey incluía, en ocasiones, una espada desenvainada empuñada con su mano derecha, en expresión de la justicia que impregnaría su acción de gobierno, lo que incluía el castigo a los delincuentes con la espada simbólica. Esas espadas representativas se llevaban en las ceremonias de la monarquía y, debido a la creencia de que la “virtud 34 Armas y Cuerpos Nº 130 regia” se transmitía por medio de la espada del rey, se legaban expresamente. Entre las disposiciones de su testamento, hizo fi gurar Juan I de Castilla, fallecido en 1390, la de que su sucesor, ya titulado Príncipe de Asturias, debía heredar “las coronas e las espadas de virtud”, debiendo referirse estas últimas a aquellas espadas que el Rey llevaba a los juicios y sobre cuya cruz recibía, en el homenaje, el juramento de fi delidad. También era uno de los símbolos asociados a la implicación personal del rey en la guerra, pues en la expedición que desembocó en la batalla de la Higueruela (1431), representada en la Sala de las batallas del Monasterio del Escorial, un personaje a caballo que marcha tras Juan II de Castilla transporta, desenvainado y apoyado en el hombro, un estoque de grandes dimensiones. Este simbolismo estaba reforzado por otros dos personajes que cabalgan delante del rey, también con espadas – normales- desenvainadas y llevadas verticalmente. La importancia afectiva de las espadas llevó a bautizarlas desde la antigüedad con nombres propios como la “Joyeuse” de Carlomagno, la “Durandarte” de Roldán, así como las de Pelayo –aunque de nombre desconocido-, las “Colada” y “Tizona” del Cid –descrita como “molt bona venturosa”- o la “Lobera” del Rey Fernando III. Esta costumbre permanecía en los siglos XVI y XVII, como cierto capitán citado por Brantôme, que llamaba a su espada “Martine”.


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