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ENTREVISTA En la entrevista, le preguntaron si le gustaba “cabalgar en París”. ¿Era parte de un psicotécnico? Dos norteamericanos, 50 con diferente acento, examinaban con argot callejero, para ponerlo muy difícil, por lo que tenías que estar preparado. Yo les contesté extrañado a esa pregunta; lo que querían era que te dieras cuenta. También me preguntaron qué tipo de ruido hacen las ballenas cuando están en celo. Yo ponía cara de asombro y me preguntaba: “¿Esto qué tiene que ver?”. ¿Cómo fue cuando llegó a la estación de Fresnedillas? No sabía que me encontraría con un mundo de ciencia-ficción, porque todos los equipos eran de diseño exclusivo de la NASA para sus misiones espaciales, con lo cual, no estaban en la calle ni se habían estudiado en ninguna universidad. ¿Había personal militar? No, tanto los norteamericanos como los escasos españoles éramos civiles. Aunque se daba el caso de que la mayoría de los norteamericanos habían adquirido sus conocimientos técnicos sirviendo en las Fuerzas Armadas de su país. Desde que le contrataron hasta que despegó el Apolo 11, ¿cuánto tiempo pasó? En mi caso fueron dos meses, aunque lo normal eran seis. Debías estudiar en profundidad el Programa Apolo. Era ambicioso y a mí me entusiasmó, como Las mil y una noches, pero mejor. Contaba que habría 20 Apolos (aunque solo hubo 17) y, a continuación, se crearía e instalaría una ciudad en la Luna, permanentemente habitada. Un sueño. Sí, lo estudiamos con detenimiento. Todo empezó como una carrera espacial contra los rusos y el reto de ver quién llegaba antes. Con 23 años, aquello me pareció magia, pero no lo llevaron a cabo en su totalidad por diversas circunstancias. 30 segundos antes de que el Apolo 11 alunizara, quedaba muy poco combustible. ¿Qué pasó? No se llegó a terminar porque alunizó en 17 segundos. Además, estábamos muy preocupados porque la superficie de la Luna no coincidía con la que habían memorizado los astronautas viendo fotos de anteriores vuelos, por lo que no estaban donde debían. Neil Armstrong tenía un botón con el que podía invertir la maniobra. Por eso, quitó el piloto automático (es decir, las directrices que daba el ordenador de a bordo) porque no se fiaba, cogió el joy stick y buscó un sitio para alunizar. Todo lo que veía eran cráteres muy profundos (no estaban autorizados por el riesgo que podían correr) o suelo totalmente pedregoso. Finalmente, cuando las varillas de la nave tocaron el suelo, a nosotros se nos encendió una luz que nos daba la señal de que habían llegado.


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