492 dosier ejercicio Red Flag
revista de aeronáutica y astronáutica / junio 2021
La ruta a seguir, reglas para evitar conflictos con otras
aeronaves, objetivos, amenazas terrestres y protección
aérea, sin olvidar otros que podrían parecer nimios como
la hora de fuera calzos o despegue que resultaban fundamentales
si se tiene en cuenta el elevado número de
participantes, constituían algunos de los puntos a cubrir.
Este personal de operaciones estaba constituido por un
grupo de supervisores de carga, mecánicos y pilotos. El
trabajo iniciado por ellos era compartido con posterioridad
con la tripulación encargada de realizar el vuelo. Su
jornada habitual, de sol a sol, transcurría encerrados en
aquel edificio que, privado de ventanas, les haría perder
la noción del tiempo si no fuese por las constantes consultas
al reloj para participar en el sinfín de reuniones
programadas. Esta monotonía solo la rompían, con gran
alborozo por su parte, para realizar alguna misión de reabastecimiento.
En aquellas primeras participaciones, grandes ventiladores,
situados en la entrada de las habitaciones, se esforzaban
en aliviar la sensación de calor y la humanidad
que encerraban.
El mecánico era el primero en llegar al avión. La temperatura
en su interior, en el periodo vespertino, superaba
los 65.º C. Tras abrir todas las puertas y refrigerarlo
cerca de una hora, habría conseguido reducir la temperatura
a 50.º C. Le seguirían los supervisores de carga,
cuya presentación se adaptaba al tipo de lanzamiento
a realizar. El resto de la tripulación se incorporaría tras
asistir a la reunión final de coordinación.
Los asientos y atalajes desprendían fuego. El navegante
se afanaba en preparar los escasos recursos de
navegación con que contaría consciente de que, con
gran probabilidad, se vería privado de ellos en el transcurso
del vuelo, a la vez que repasaba una vez más el
mapa en el que previamente habría pintado la zona de
lanzamiento o aterrizaje, señalando los accidentes más
característicos.
El tránsito hacia el polígono, aprovechando la altura
alcanzada, se emplearía para bajar la temperatura en el
interior del avión. El calentamiento del terreno provocaba,
así mismo, turbulencias que no cesaban.
Al oeste de la línea que delimitaba el territorio hostil,
los participantes del bando azul (los buenos) describían
órbitas a la espera del momento acordado. Aviones de
diversas nacionalidades se hacinaban a distintas alturas.
Los transportes ocupaban los escalones más bajos. Las
siluetas de los B-52, volando a muy baja cota, con la inconfundible
estela de humo negro dejada por sus ocho
motores, atraían la mirada de todos.
Era el momento adecuado para realizar el último repaso.
Había que ceñirse al plan. Ruta y horas de paso
por los distintos puntos resultaban fundamentales para
evitar cruces con otros aparatos y conseguir la debida
protección, ya fuese por parte de la caza o por las unidades
encargadas de suprimir las defensas antiaéreas del
enemigo. Pero una de las enseñanzas del Reg Flag es
que todos los planeamientos tienen un límite y que una
vez superado este, la capacidad de improvisar resulta
primordial. Una capacidad que encuentra sus cimientos
en el entrenamiento y la experiencia.
Todos los tripulantes que hayan participado en el Red
Flag tendrán gravadas en el recuerdo las imágenes de
los aviones sobrevolando aquellos lagos secos, de un
blanco cegador que, situados entre cadenas de monta-
Miguel Ángel Blazquez Yubero