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REVISTA GENERAL DE MARINA OCTUBRE 2015

RUMBO A LA viDA MARiNA en parte se planteó ante la ciencia una duda aún más comprometedora: «si el ser más sencillo y primitivo que existe es capaz de mantener a raya la enfermedad y las penalidades de su medio ambiente ¿no deberíamos intentar trasladar al ser humano los recónditos métodos de que se vale para lograrlo?» Acabamos de ver que, en cierto modo, las esponjas también estrenaron la división del trabajo celular: tú te ocupas de la digestión en tus horas libres, yo de la defensa, aquellas células que intervengan en la reproducción como pluriempleo y estas otras que se ocupen de los desplazamientos internos de materia y energía. Entonces un magnetismo misterioso invitó a las células dispersas a reunirse. Pero también apuntábamos a que, excepcionalmente en la naturaleza, son únicamente las células que viven en la esponja, que ejercen de «okupas», las que ingieren y se alimentan, pero cada una de ellas por su cuenta, de forma independiente al animal conjunto. Todo lo contrario a eso que hemos dado en llamar tejidos, los cuales, ya sabe el lector, que son la trama y la urdimbre del armazón existencial del resto de las criaturas que pueblan cielos, tierras y mares. Resultaría, pues, que en el arcano del bentos —no había más lugar en donde hacerlo— esa asociación primigenia de células, la esponja, no es otra cosa que una comunidad de vecinos en la que cada una de aquellas seguirá conservando su propia personalidad y peculiar fisonomía; hasta el extremo de que, como unidad de agregación, en un principio solamente ejerce de «embalaje» (para la ciencia la esponja es una joya envuelta en papel de estraza) y carece de funciones y ni siquiera se alimenta unitariamente porque no tiene estómago ni órgano digestivo o nervioso alguno. Ni ninguna capa germinal. Aunque la verdad es que ni falta que les hace —y aquí quería yo llegar— porque los sentidos clásicos que tanto consideramos los terrícolas, vista, oído, olfato, tacto y el músculo y los nervios, carecen de utilidad para una criatura tan tranquila como es la esponja y deben reservarse al uso de los animales que los trabajan porque se mueven o porque tienen que atacar o defenderse, como los peces, pongamos por caso, que viven en estado de shock en la permanente alerta que les supone «el comer sin ser comidos», que es la máxima regla de convivencia en la mar. A los animales primitivos (que son los antes citados) les llega con contar con una sensibilidad general repartida por toda la superficie del cuerpo, como es el caso de las anémonas, que cuando son tocadas por algo extraño se hacen una bola (de aquí su nombre vulgar de tomates de mar) y consiguen buena carambola si de paso han capturado un pececillo que se acercó a ellas distraído o bien se preparan para, cerrando compuertas, evitar la deshidratación cuando se quedan en seco en la bajamar. Pero las esponjas, ni eso: al no tener que preocuparse ni siquiera de alimentarse, viven más bien como pinturas rupestres insculpidas en las rocas del bentos, pues son los seres más tranquilos e inamovibles que existen en la zoología. Por eso, no solamente son los animales pluricelulares más antiguos, como acabamos de explicar, sino que son el paradigma de la quietud escultural, táctica que posteriormente aprendieron casi todos los animales para pasar 2015 505


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