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EJERCITO DE TIERRA ESPAÑOL Nº 896 NOV 2015

recomendaban a su rey exigir una revisión del tratado en forma semejante a como propusiera Fernando: Francia, la más fuerte, debía unificar Nápoles; España tendría que conformarse con una indemnización. A esta fórmula se adhirió Felipe el Hermoso, insistiendo en que sus suegros debían otorgarle poderes para negociar. Partía de una idea que para sus cortesanos no ofrecía la menor duda: era una locura, por parte del débil, tratar de oponerse al fuerte. Gonzalo Fernández iba a encargarse de demostrar lo contrario pero, en aquellos días de la primavera de 1502, nadie hubiera sido capaz de imaginarlo. Sin previa declaración de guerra el duque de Nemours, virrey de Nápoles, con fuerzas abrumadoramente superiores, había invadido las provincias españolas. El Gran Capitán, que esperaba refuerzos que habrían de venirle sobre todo por la vía de Venecia, fortificó nueve plazas: Cosenza, Reggio Cotrone, 82  REVISTA EJÉRCITO • N. 896 NOVIEMBRE • 2015 Rocca, Tropea, Gerace, La Amatia, Monteleone y Tarento, y creó luego un vasto campo fortificado en torno a Barletta. Llegada a España esta noticia pudo interpretarse como anuncio de una derrota: se repetía el caso de Atella, aunque esta vez, la víctima estaba destinada a ser el general español. El brillante ejército francés, lejos de sus bases e incapaz de recibir refuerzos, experimentó un tremendo desgaste. Siguiendo las huellas de Aníbal, el español avanzó hasta Ceriñola y aquí hizo saltar por los aires el prestigio de la brillante caballería francesa (28 de abril de 1503), una victoria que iba a cambiar las estructuras militares en Europa: la terrible infantería española se disponía a reinar durante casi siglo y medio. Los franceses huyeron y Gonzalo hizo su entrada en Nápoles el 16 de mayo. De este modo pudo Fernando rechazar la capitulación que su yerno ofreciera a Luis XII en Lyon. Este último, recurriendo a la guerra en todos los frentes, envió sus principales fuerzas hacia Nápoles a las órdenes del mariscal de La Trémouille. Por vía de un mensajero, dijo al embajador Lorenzo Suárez de Figueroa que daría veinte mil ducados por encontrar a Gonzalo en Viterbo, a lo que el español respondió que mucho más habría dado el duque de Nemours por no encontrarle en Ceriñola. Y así fue. Desfilaron los franceses por Roma al tiempo que agonizaba Alejandro VI, pero La Trémouille, enfermo por las insalubres marismas pontinas, hubo de entregar el mando al marqués de Mantua, que se enfrentó con aquel abigarrado ejército que mandaba Gonzalo en las orillas del Garellano. La derrota fue todavía mayor que en Ceriñola. El 2 de enero de 1504, los vencedores —había españoles, italianos y alemanes en aquel ejército— desfilaban por las calles de Gaeta. La guerra había terminado. No había duda: Gonzalo Fernández de Córdoba era el mejor general de Europa. Falta un pequeño epílogo. Se acercaba el final de la vida de la reina Isabel, consciente de que dejaba la herencia a una perturbada mental cuyo marido mostraba las más claras señales de tratar de sustituirla en la función de reinar. Por eso, en su testamento, quiso asegurar el futuro de la monarquía hispana disponiendo que solo Fernando pudiera asumir la regencia de Juana. Testamento que, por otra parte, no se cumplió. Gonzalo Fernández, en los años 1504 y 1505 Felipe, llamado el Hermoso


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