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EJERCITO DE TIERRA ESPAÑOL 910

Tras años de cooperación, de esfuerzos, de cierta dedicación, apenas se observan resultados. Es la sensación de un esfuerzo que no tiene fin, de falta de resultados visibles que vayan más allá de datos de mejora (o empeoramiento) del gran interrogante de las corrupciones en los países receptores. Sensaciones que generan una desmotivación culpable en el ciudadano medio y que le hacen percibir el problema como infinito y sus ganas de colaborar como finitas. Para nosotros, militares, la pobreza significa conflicto, o al menos desestabilización o amenaza para la seguridad. En el mundo de la velocidad informativa los desheredados observan a través de sus dispositivos la riqueza del norte que para sí quisieran, y huyen de sus países y atraviesan mares de forma ilegal, y generan inseguridad en nuestras prósperas culturas y desestabilizan nuestro sistema equilibrado. La miseria no le teme a la muerte. En sus países de origen una maraña de problemas genera situaciones de alta inestabilidad y abuso que, según casos, nos obligan a realizar complejas intervenciones militares, más por su propio fin (end state) que por la operación en sí. En nuestros países receptores, su afán de prosperidad choca de frente con una competencia nacional cualificada y con un paraíso cruel mal dibujado en su imaginación. Sin embargo, y a pesar de soportar sobre nuestras conciencias ese nubarrón que nos hace avergonzarnos ante imágenes patéticas y fotos inmisericordes (miseris cor dare: dar el corazón a los pobres), sí que podemos suponer que, en realidad, no somos tan malos ni tan egoístas. Podemos suponer que la mala praxis y los mediocres resultados son los que nos sumen en este estado depresivo pero que, si diésemos con un sistema revolucionario centrado en la motivación y en la comprobación sencilla de resultados positivos, «alguien» podría sacar lo mejor de nosotros como individuos y como sociedad. Vuelta a la tortilla. Seamos ahora roussonianos y supongamos que el hombre es bueno, que no es un lobo para el hombre, que nos alegra la mejora de las condiciones de vida de nuestros semejantes. Supongamos que existe una bonhomía social semisepultada que nos dé pie a proponer un juego. Un juego con un objetivo: disminuir (que no erradicar) la pobreza mundial y unas líneas maestras que guíen las reglas de 14  REVISTA EJÉRCITO • N. 910 ENERO/FEBRERO • 2017 esta revolución imaginaria: visibilidad de las inversiones, motivación por comparación o competición y, por supuesto, aceptar las reglas antes de empezar «la partida». Al fin y al cabo nos gusta jugar, somos homo ludens. Se trata de un juego imposible, como lo son la mayoría de los sueños (Luther King y Obama los tuvieron, they had a dream!) pero, también como los sueños, de un juego que produzca un alivio de nuestra carga y un ensanchamiento de la respiración. Comenzamos. Para establecer este gran tablero mundial, que diría Brzezinski, necesitamos, en primer lugar, dos cosas: la relación de los países que pueblan el globo ordenados por su renta per cápita o por el índice de desarrollo humano (IDH) que elabora Naciones Unidas y, por otra parte, excluir de esta misma lista a aquellos países que deciden no intervenir en este juego. Tendríamos, de esta forma, un listado Tras años de cooperación, de esfuerzos y dedicación, apenas se observan resultados en la erradicación de la pobreza


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