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REVISTA DE HISTORIA MILITAR 112

LORIGAS Y BÁCULOS: LA INTERVENCIÓN MILITAR… 59 los arzobispos don Gil Álvarez de Albornoz de Toledo y don Martín Fernández de Gres de Santiago, así como las de los obispos de Palencia, Astorga y Mondoñedo, respectivamente, don Juan de Saavedra, don Pe-dro Alfonso y don Álvaro Pérez de Biedma. En el cerco de Algeciras es-tuvieron de nuevo los arzobispos de Toledo y de Santiago y los obispos don Pedro de Palencia, don Pedro de Zamora, don Vicente Estévanez de Badajoz, don Juan Morales de Jaén, don Juan Lucero de Salamanca y fray Bartolomé de Cádiz. ¿Cómo ha de entenderse esta diferente actuación por parte del epis-copado castellano? Todo parece indicar que en el ánimo de los obispos, en los últimos doce años, pesaron especialmente tres circunstancias. La primera fue la propia personalidad del monarca, quien, por un lado, se hallaba deseoso de emprender con fuerza la lucha contra el islam tras haber solucionado los problemas internos más graves del Reino que durante mucho tiempo habían postergado el proceso reconquistador y, por otro, pretendía contar con el respaldo a todos los niveles de la je-rarquía eclesiástica; Alfonso XI sabía perfectamente que la presencia de obispos en la hueste y en el conjunto de actividades que rodeaban cualquier campaña proporcionaba a la empresa una especial cobertu-ra religiosa, esencial para proyectar en el resto de los reinos cristianos la imagen que anhelaba sobre su persona de “celador de la fe”. La se-gunda circunstancia fue el respaldo pontificio que supuso la concesión de la bula de cruzada en 1340 por Benedicto XII y la gran cantidad de cartas enviadas a los obispos de Castilla para que se implicaran en todo aquello que pudiera repercutir favorablemente en el éxito de la cruzada del sur. Por último, también ha de tenerse en cuenta el hecho de que las prohibiciones canónicas sobre el empleo de armas por parte del clero y su participación en la guerra no parece que supusieran jamás un freno a la hora de que un prelado decidiera lanzarse a luchar contra esos infieles que habían “arrebatado” la tierra a los cristianos y la tenían “ensuzia-da”. No obstante, parece oportuno hacer una matización en relación con esta tercera circunstancia, como es que fueron precisamente tales prohibiciones canónicas las que permitieron al conjunto del episcopa-do obrar libre e individualmente en cada caso, pudiéndose respaldar en ellas siempre que decidieran no entrar en combate. Todas estas consideraciones, sin embargo, no nos deben llevar a en-gaño. Por ello he subrayado al inicio de estas conclusiones que no pue-den tomarse como generales, siendo solo válidas para el período anali-zado, ya que, en otros momentos, la concurrencia de tales circunstancias no determinó una respuesta similar en nuestro episcopado, según ya


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