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REVISTA GENERAL DE MARINA AGOSTO SEPTIEMBRE 2014

PRIMER CENTENARIO DEL INICIO DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL... del siglo XIX. La religión había perdido buena parte de su papel aglutinador, lo mismo que los monarcas o las desaparecidas aristocracias feudales, corporaciones gremiales o municipales. Y era también una expresión de las ideas democráticas de igualdad entre los ciudadanos en todos los países europeos, tuvieran o no plenamente instituciones democráticas. Se puede alegar que la izquierda obrera, socialistas y anarquistas, eran declaradamente internacionalistas y pacifistas (salvo que se tratara de una revolución social, naturalmente), pero la fuerza avasalladora del nacionalismo hizo que, excepto algunas personalidades y grupos muy radicales, ninguno se opusiera a la guerra cuando esta fue un hecho: los partidos socialistas más importantes de Europa, el alemán y el francés, votaron sin problemas los presupuestos de guerra. Pero si el nacionalismo era un factor aglutinador en algunos países, en otros significaba justamente lo contrario, especialmente en el Imperio austrohúngaro (con católicos, ortodoxos, judíos, protestantes y musulmanes) y en el todavía más extenso y variado Imperio otomano, en franca decadencia y descomposición, especialmente en los Balcanes y su complejísima etnografía, sin verdaderas fronteras, y en donde pueblos de religión, idioma y alfabeto, costumbres y cultura se entremezclaban por doquier. Y justamente, como es bien sabido, ahí tuvo lugar el chispazo que dio inicio a la Gran Guerra tras las dos sucesivas Guerras Balcánicas: la primera, de todos aquellos pequeños países y regiones contra los dominadores otomanos, y la segunda entre los victoriosos europeos balcánicos por el botín conseguido y por fronteras más amplias para cada cual. Todo aquello no hubiera tenido mayor importancia para el equilibrio mundial de no ser por los intereses e injerencias de potencias mayores en el área. Rusia había crecido a costa del Imperio otomano, y esperaba su oportunidad para hacerse con Constantinopla (Estambul) y salir así al Mediterráneo. Pero había otros factores: el zar (césar, en ruso) se consideraba heredero y continuador de Bizancio, de donde habían recibido su cultura, su religión y su alfabeto; era pues lógico que detestara a los milenarios invasores turcos. De igual modo, quiso convertirse en el protector de los eslavos y ortodoxos de los Balcanes, papel que había ejercido durante todo el siglo XIX con mayor o peor fortuna, pero con efectos determinantes. Esos deseos llevaban chocando al menos desde la Guerra de Crimea (1854-56) con la clara negativa de Gran Bretaña y Francia a la expansión rusa. Es cierto que la postura francesa había variado desde 1890, al tener la desesperada necesidad de un aliado contra Alemania, pero Gran Bretaña seguía firme en su tradicional postura, enfrentada además a los rusos tanto en Asia continental como en Extremo Oriente. Pero Rusia tenía enemigos en los Balcanes aún más decididos: el emperador de Austria-Hungría (el césar de nuevo, káiser en alemán) no podía tolerar las injerencias rusas en aquellos territorios, contando con muchos eslavos dentro de las fronteras del Imperio, por lo que una victoria del paneslavismo 2014 211


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