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REVISTA GENERAL DE MARINA ENERO FEBRERO 2015

El germen marinero de un niño de 11 años Era la víspera de la Gran Regata. Había pasado el día con mi padre de visita en el muelle de Cádiz. Los grandes veleros cerraban ya el paso a gaditanos y extranjeros, y empezaban a prepararse para la emocionante regata. El último velero que subió la pasarela fue el Juan Sebastián Elcano, donde mi padre había vivido durante su juventud y en el cual, según él, se había hecho un hombre. Según mi padre, este buque velero representa a España y a todos los españoles, especialmente a aquellos que, por razones distintas, no viven en nuestro país, y al que, cuando lo ven llegar a dondequiera que estén, hace que de los ojos de todos ellos caigan lágrimas confusas: de alegría, de patriotismo, o de melancolía. Había visitado muchas veces este buque insignia español. Curiosamente la mayoría de las veces con mis abuelos. Mis abuelos adoraban la mar. Mi abuelo tuvo varios barcos. Los dos primeros tuvieron nombres distintos y los últimos fueron una sucesión ordenada del nombre de mi abuela, Nonni. Como no, mis abuelos, abordo del Nonni III acompañarían a los veleros de la Gran Regata en la salida. Sabía que la experiencia sería única, pero mi corazón estaba dividido. ¿Con quién debería ir a la Gran Regata? ¿Con mi padre en el buque que me representaba como español? ¿Con mis abuelos en el barco que representaba todo aquello por lo que mis abuelos habían trabajado y que representaba a mis raíces? Era una decisión muy difícil e importante para mí. Lo único que sabía por el momento y no me ayudaba a decidir era que el cocinero del buque insignia siempre cocinaba lentejas con chorizo los días en el que el buque añadía invitados a su dotación. Mis abuelos, sin embargo, degustarían toda clase de manjares típicos de mi abuela. ¿Decepcionaría a mi padre si no le acompañaba en la travesía? Ya en la cama, nervioso por la incertidumbre, pero cansado de darle vueltas a una cuestión que no podía solucionar, al cerrar los ojos, me vino una imagen de mi madre diciéndome: «Canta la Salve». La Salve Marinera la cantábamos todos los domingos en misa. Todos los niños la aprendían desde muy pequeños. Primero en sus carritos y después en brazos de sus padres orgullosos de cantarle a la Virgen con sus hijos. Mi padre siempre me ha dicho que al cantarla rezamos por cada una de las personas que han salido a la mar para que la Virgen los proteja, y también por aquellos que salieron y no volvieron. Automáticamente mi mente empezó a entonar la Salve Marinera... Salve Estrella de los Mares... tu clemencia dé consuelo, fervoroso llegue al Cielo... ¿Significaría que la Virgen me consolaba y que tendría su clemencia, la de mis padres y abuelos hiciera lo que hiciera? Aún no lo tenía muy claro. Entonces recordé que mis abuelos habían navegado en el Juan Sebastián Elcano varias veces y que para ellos la experiencia les había colmado de felicidad. Y de repente los recordé cantándome de pequeño el Himno de la Armada en aquellos momentos cuando mi padre navegaba y yo le echaba de menos. Y también de mi padre preguntándome cuál era mi estrofa preferida y yo diciéndole «Soñando victorias... marinos de España crucemos los mares... debajo las voces de nuestros caídos, y arriba el mandato de España y de Dios». Y así fue como, una vez más, con la voz de Dios en mi corazón, tomé la decisión que había enturbiado mi día. A mis abuelos les encantaría que fuera feliz navegando en aquel buque, tal y como lo habían sido ellos. Mi lugar estaría junto a mi padre, aprendiendo y escuchando sus vivencias y su particular aportación a la leyenda de aquel buque. Y fue por fin cuando «soñando victorias» puede conciliar el sueño.—Joaquín de la Hoz Pérez- Traverso. 6.º EP Guadalete. CARTAS AL DIRECTOR 6 Enero-feb.


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