Viene siendo costumbre que quienes nos dedicamos a escribir nos presentemos unos a otros y demos a conocer así las obras recién nacidas, cuando consideramos que estas merecen la pena. El prólogo antecede al texto desde que se inventara el término griego y obra, ya en nuestros días, a fuer de carta de recomendación. Durante mucho tiempo han sido los alumnos los que buscaban a maestros que avalaran su trabajo. ¡Qué poco de todo lo antecedente sigue siendo válido!
Debo confesar que hay libros y autores que no precisan de prólogo ajeno; todo lo más de una introducción propia, que actúe como una justificación legal de motivos, como una «entrada» escenográfica, o como un «avant-propos» que ayude a su comprensión. Acepto pues en este caso el cometido con pudor y con el agradecimiento de un amigo que quiere hacerme partícipe así de su logro, de su aportación, porque dar buenas noticias, y la publicación de esto lo es, es algo en lo que me gustaría especializarme.