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REVISTA DE HISTORIA MILITAR 115

222 GERMÁN SEGURA GARCÍA una capacitación técnica específica para desempeñar correctamente sus mi-siones, que debe aunar práctica con teoría y que ha de ser formado en todo lo que concierne a su especialidad y a la guerra en general. La artillería, per-feccionada con los avances técnicos y dirigida por personal instruido, seguía buscando a mediados del siglo XVIII su lugar en el campo de batalla y, pese a las dudas de los escépticos, acabará integrándose por mérito propio en los dispositivos tácticos planteados por los generales. El camino no fue fácil; el esfuerzo tecnológico desarrollado, digno del Siglo de la Luces. El problema táctico de la artillería Desde la utilización generalizada de la pólvora para lanzar objetos a distancia en el siglo XIV, las armas de fuego empezaron a hacerse comunes y a ser empleadas con profusión en los ejércitos tardo-medievales europeos. La artillería neurobalística –nombre que se ha dado a las máquinas de guerra anteriores a la utilización de la pólvora– dio paso a la artillería pirobalística, una heterogénea muestra de artilugios metálicos, precursores de los cañones actuales. El conocimiento intuitivo de las particularidades de la pólvora y las mejoras en las técnicas de forjado dieron lugar al desarrollo de las armas de fuego portátiles y a una primera revolución militar, fruto de la toma de conciencia del poder de este tipo de armas en el combate. El empleo nove-doso de los arcabuces dieron a la monarquía española una superioridad tác-tica en el campo de batalla (siglo XVI) que distó mucho de la efectividad de la primera artillería, muy pesada y poco precisa, de uso solo rentable en los asedios a plazas fuertes. Existían por entonces graves limitaciones tecnoló-gicas y estructurales que dificultaban el progreso armamentístico y la puesta en valor de la artillería3. Hasta bien entrado el siglo XVIII se objetaba que la artillería no tenía una verdadera incidencia en la batalla campal, que su papel se reducía a un incierto y poco eficaz cañoneo, que sus materiales se encontraban en tal estado de rusticidad que embarazaban la marcha de los ejércitos y, lo peor de todo, que la complejidad de su servicio en relación con sus pobres pres-taciones no era el mejor aliciente para que los tratadistas militares reflexio- 3  En líneas generales, como señala Jeremy Black, «no había una inclinación general a innovar, actitud comprensible en una cultura donde la instrucción se adquiría en el trabajo y donde la tradición determinaba la mayor parte de las practicas industriales… (…) No había base tecnológica o industrial para animar o emprender la innovación en armamento». BLACK, Jeremy: European warfare, 1660-1815. UCL Press. Londres, 1994, pp. 52-53. Revista de Historia Militar, 115 (2014), pp. 219-250. ISSN: 0482-5748


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