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TEMAS GENERALES como en sus armadas, incluso algunas, corsarias, mandando barcos. Pocas, pero las suficientes para llamar la atención. Y con buen resultado en cuanto a disciplina y valor. Y no solo como cantineras heroicas, en su arriesgado y peligroso seguir a las tropas, justo detrás de la línea de combate, para dar de beber agua o aguardiente a los soldados y atenderles, cuando podían, de sus heridas, sino que, en ocasiones extraordinarias, incluso cogían las armas de algún caído y se batían con denuedo. En España tenemos constancia de Juana García —La Dama de Arintero— que, bajo el pseudónimo de Caballero de Oliveros, luchó por los Reyes Católicos y se distinguió en la batalla de Toro, a finales del siglo XV; también de María Pita en el XVI, defendiendo La Coruña contra los ingleses de Drake, o en el XVII de la donostiarra Catalina de Erauso, La Monja Alférez; y ya a principios del siglo XIX, de la catalana Agustina Zaragoza y Doménech, más conocida por Agustina de Aragón, defendiendo Zaragoza contra las tropas imperiales francesas. Y de las modistillas y demás mujeres que se lanzaron decididamente contra los tropas del general Murat, en Madrid, en mayo de 1808. O de las mujeres gerundenses que constituyeron la Compañía de Santa Bárbara en la inmortal defensa de la plaza de Gerona contra el invasor. Y seguramente habrá habido más casos. Hay un precedente conocido entre las tropas españolas de mar o de Marina: la de María la Bailaora, del famoso Tercio de Lope de Figueroa —que desde 1571 a 1577 fue denominado tercio de la armada—, encuadrada como arcabucero en una de las compañías de infantería, que se batió a bordo de la galera Real en Lepanto y que destacó por su notorio valor en la defensa del buque insignia y en el abordaje a la Sultana a la vista de don Juan de Austria; descubierta durante el combate su condición mujer, el generalísimo de la Santa Liga ordenó su licencia, aunque premiando su comportamiento y valor con una plaza en el mismo tercio y con el sueldo de arcabucero de por vida. Es esta una crónica que narran José E. Rivas Fabal, Cesáreo Fernández Duro y algunos autores extranjeros (2) y que cita un testigo presencial de la batalla, Marco Antonio Arroyo (3), soldado de infantería que se batió en esta batalla naval. Pero sin más, pasemos a narrar la singular historia de Ana María de Soto, cuya documentación fue encontrada por el coronel de Infantería de Marina Félix Salomón en 1898 cuando rebuscaba en el archivo de Intervención de Marina, en Cádiz, para documentarse sobre un libro que estaba escribiendo (4), y que fue hecha pública poco después. Nacida el 16 de agosto de 1775 (2) CHARLES-ROUX, Edmonde: Etèle pour un bâtard (Don Juan d’Autriche 1545-1578). Ed. Grasset et Frasquelle, París, 1980, p. 178. BOULLOSA, Carmen: La otra mano de Lepanto. Ed. Siruela, 2005. (3) ARROYO, Marco Antonio: en Relación del Progresso de la Armada de la Santa Liga. Milán, 1576, le dedica ocho líneas en la colección de anécdotas de este libro. (4) SALOMÓN, Félix: «Una mujer sargento de Infantería de Marina», en Por mar y tierra. Madrid, 1898. El hecho es que, de no haber encontrado el coronel Salomón esos datos en el archivo de Intervención de Marina del Departamento de Cádiz (legajos núm. 39 y 53 de 656 Mayo


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