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RAFAEL CANTERO BONILLA ner información, y su testimonio, sin considerar que aquellos hombres probablemente dirían lo que su torturador quisiera escuchar, era considerado suficiente argumento para disculpar las matanzas. Si el temor inicial inglés pudiera ser comprensible, resulta difícil mantener dicha justificación a partir del momento en que el propio Richard Bingham escribía a Fitzwillam, el 1 de octubre, que «solo quedaban algunos prisioneros tontos y que a Dios gracias esta provincia está ahora libre de la presencia de esos enemigos extranjeros» (47). Fitzwillam amenazó también a los irlandeses con la pena de muerte si escondían, protegían o ayudaban a los marineros hispanos. Por tanto, las guarniciones inglesas que masacraban a los españoles no eran el único peligro a que estos debían enfrentarse. Algunos irlandeses mantuvieron en cautividad a los náufragos para entregarlos a los soldados de su majestad o pedir rescate por ellos. Otros se dedicaron a saquear los navíos y a esquilmar a los malheridos y a los cadáveres. Así lo sufrieron los supervivientes del Gran Grin, quienes, tras estrellarse contra los arrecifes de Clare Island, en Clew Bay, y ver ahogarse a doscientos de sus compañeros, fueron hechos prisioneros por Dowdarra Roe O’Malley. Los supervivientes presos trataron de escapar, y el irlandés, entonces, no dudó en acabar con la vida de sesenta y cuatro de ellos. La obediencia de los gobernadores ingleses a la orden de Fitzwillam fue absoluta y no dudaron en cumplir celosamente el mandato. En la provincia de Connaught, el gobernador, Richard Bingham, pasó a ser conocido como el «azote de Connaught» después de que en su territorio fueran exterminadas las tripulaciones de los mencionados Falcón y Gran Grin, tal vez la del Ciervo Volante y la del San Nicolás Prodaneli. Esta levantisca tocó los bajos de Toorglass, en la península de Curraun, y allí se perdió. Ochenta de sus tripulantes sobrevivieron, pero el gobernador se encargó de degollar a todos excepto a nueve, aquellos de los que esperaba conseguir el pago de un rescate debido a su condición. Pero Richard tenía un hermano, George, que mandaba la guarnición de Sligo. Allí habían fondeado el día 17 las tres levantiscas que permanecían juntas: la Lavia, la Juliana y la Santa María del Visón. Sorprendidas por el temporal del 21, sus anclas garrearon y los barcos fueron arrastrados hacia la pequeña playa de Steedagh Point. Fueron más de mil los muertos entre las dotaciones de los tres navíos, pero sobrevivieron alrededor de trescientos hombres. Uno de ellos fue el capitán Francisco de Cuéllar, patrón del San Pedro (48), quien relató su epopeya en una carta que escribió al llegar a Amberes un año después (49). Cuéllar narra el horrible estado en que se (47)  La batalla del Mar Océano, vol. IV, t. IV, doc. 6603, p. 90. (48)  Se encontraba a bordo de la Lavia porque en ella estaba embarcado el auditor general, Martín de Aranda, quien debía ejecutar contra él la pena de muerte que le impuso Medina Sidonia por su comportamiento en el Canal. Sin embargo, la hoja de servicios de Cuéllar impidió que Aranda se atreviera a llevar a cabo la ejecución. (49)  La batalla del Mar Océano, vol. IV, t. IV, doc. 7127, pp. 507-516. 24 REVISTA DE HISTORIA NAVAL Núm. 143


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