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13 verlos. Ansias compulsivas por ir a beber en sus orillas y nadar hacia el mar, incierta salvación en el horizonte. Sin agua no había vida y sin comida ningún soldado era capaz no ya de acertar en sus disparos, sino de sostener su fusil. Aquel Plan forzó a desesperante agonía a dos ejércitos: el allí atrapado y el conminado a liberarlo a toda costa. La lógica operativa –que las columnas se desplazaran sin ataduras de cercos y celadas, reafirmadas en su movilidad y libres para contraatacar donde procediera–, desapareció. Bloqueadas, las guarniciones no dudaron en defender su orgullo de estirpe. Tronó la artillería isbaniuli (española) en sus buques de guerra y baterías en tierra. Al cañón respondió la sublevación de las tribus gomaríes; acudieron en su auxilio las harcas rifeñas y juntas invocaron su derecho a luchar en vehemente yihad (guerra santa). Herida de muerte, la figura de tan añorada concordia cayó de espaldas. Y allí quedó, guardiana de paces y dichas, sus brazos en cruz, su mirada con un soplo de luz pese al tiro que en la frente llevaba. Nadie profanó su cadáver. Mentalmente, unos la cubrieron con las flores amarillas del piorno; otros con espinos aún verdes. De seguido rezaron. Plegarias en pie o de rodillas. Oraciones bisbiseantes por esa paz perdida. La vigorosa fe de las primeras rehabilitó la esperanza en un milagro. Y la guerra, cohibida, enmudeció. El dispositivo español, constreñido por los macizos del Gorgues al Norte y del Buhaxem al Sur, alzó cincuenta y nueve castillos planos –atrincheramientos con alambradas y sacos terreros, con una nidada de tiendas de campaña en su centro–, más sus avanzadillas. Esas cincuenta y nueve torres de una sola planta cayeron. Muchas con su bravura enarbolada; otras con salidas a la desesperada al acabarse el agua y los víveres. En su mayoría, ardieron.


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