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RUMBO A LA VIDA MARINA la sigue la consigue, y sí, afortunadamente, existe un crustáceo, solo uno, que nace, crece, vive, se reproduce y muere en lo seco, lejos y ajeno a la mar, sin verse obligado a volver a ella para perpetuar sus especies. Todos le conocemos, pero muchos no saben con quién están hablando, oiga usted. Es el modesto bicho-bola, la cochinilla de la humedad, un crustáceo perteneciente al orden de los isópodos (los de los pies iguales), que incluye más de 4.000 especies que son todas marinas, excepto los sufridos bichos-bola, que desde hace 300 millones de años pidieron la excedencia de la mar y ni siquiera han oído hablar de ella desde los secarrales de la vieja Castilla la Vieja o desde el desierto del Sáhara, donde ahora viven. Y hasta han olvidado cómo era de salada la casa solariega de sus ancestros. Estos animalillos tienen una especial aversión por la luz, porque saben que es emisaria del Sol, y que donde hay luz puede generarse la sequía, peligro que en su memoria genética les produce horror, y esa incontrolable fotofobia les lleva a vivir debajo de las piedras, a salir de su escondrijo solo las noches muy húmedas para alimentarse de carroña o de plantas descompuestas y a vivir con una austeridad rayana en lo increíble. Como cualquier otro crustáceo, mudan su acorazada piel, sí, pero devoran sus restos para recuperar el calcio que han perdido. Ponen huevos y cuidan de ellos, pero —cómo es ley crustácea— abandonan a su suerte a las larvas resultantes, que son un trasunto en pequeño de sus mayores (metamorfosis directas). Los bichos-bola son los únicos crustáceos que de verdad pertenecen por entero a la tierra. Han conseguido vencer a la mar, pero han perdido la agresividad de su estirpe: son tímidos, huyen. Parece que tanta responsabilidad les abruma… 676 Mayo


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