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REVISTA GENERAL DE MARINA MARZO 2017

RUMBO A LA VIDA MARINA zo, anaranjado. Y si a la excepcionalidad de que no había dos tejidos teñidos con el indeleble colorante de la púrpura que sean iguales añadimos la dificultad que suponía conseguir una pequeña cantidad de esta sustancia debido al complicado laboreo que exige su extracción y a la escasez de las caracolas purpuríferas, tendremos todos los ingredientes para comprender por qué la púrpura fue un producto de lujo, solo al alcance de los más privilegiados. En la Roma antigua, cuna de nuestra cultura y de nuestras lenguas, el color púrpura, en principio, estaba restringido para el uso de los generales, cuyas capas y túnicas, ceñidas por el cíngulo, sustituían en tiempos de descanso a las armaduras y lorigas usadas en combate. Tales cargos eran los que soportaban «el peso de la púrpura», y de ahí que sus responsabilidades y categorías fueran las más importantes del Imperio. Los senadores y los pretores —de menor rango que aquellos— tenían limitado el uso de la púrpura a un adorno de dicho color en el cíngulo, bordes talares de las túnicas y bocamangas. Sin embargo, hacia el siglo IV la púrpura quedó reservada al uso exclusivo del emperador, y todos sus súbditos lo tenían prohibido en su indumentaria y escudos, incluidos los colores de imitación para evitar el consabido trueque del gato por liebre. Estos adornos fueron los antecedentes históricos de las togas, las bandas condecorativas, entorchados, galones y distintivos que actualmente se usan en la judicatura, la iglesia y en la milicia como exaltación jerárquica de los altos cargos. El uso de la púrpura perdura hoy con su toque de distinción en las iglesias cristianas, limitado en la católica a los cardenales —los príncipes de la Iglesia encargados de elegir nuevo papa—, que visten sotana, muceta y birreta escarlatas. En tales dignidades, históricamente el color era el auténtico, el que procedía del producto extraído de los consabidos caracoles marinos. Por su parte, a los arzobispos y obispos, que también nutren el escalafón de los purpurati, los purpurados, también les estaba permitido vestir los colores de la púrpura, pero no el genuino, sino otro de imitación, digamos que un azul morado «de medio pelo». Como curiosidad añadiremos que la norma eclesial, tan rigurosa como nuestro Reglamento de Uniformidad, prescribe que, independientemente de la talla de su portador, las sotanas de cualquier clérigo, desde cardenal a sacristán, deben cerrar con 33 botones, en recuerdo de los años que Cristo vivió en la tierra. Por su parte, las bocamangas presentan cinco botones, pues según la tradición cinco fueron las llagas de la Pasión. Y la muceta cardenalicia va abrochada con 12 en memoria de los 12 apóstoles. La púrpura en su versión morada ha adquirido en la liturgia más moderna un aparente sentido penitencial y de luto que en nada desdice de su carácter triunfal originario, ya que se considera el símbolo y la promesa de la resurrección de Cristo. Por esa razón, las imágenes de las iglesias se tapan con lienzos morados desde que empieza la Semana Santa hasta que se descubren el Sábado de Gloria. Y también por la misma razón, entre los nazarenos que acompañan los pasos de tantas procesiones predomina este color. La púrpura también 2017 293


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