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EJERCITO DE TIERRA ESPAÑOL 914

Recursos Humanos REVISTA EJÉRCITO • N. 914 MAYO • 2017  29  hacía que todo fuese diferente a otras aburridas y melancólicas noches lejos de casa y de la fa‑milia? Indudablemente era el hombre de la gui‑tarra. En aquel bar de Medjugore, en el corazón ultracatólico de Bosnia-Herzegovina, pegadito a la base donde la agrupación española había ins‑talado su cuartel general y su santuario mariano, los principales y casi los únicos clientes durante los últimos tres años eran los soldados españoles. Lo habitual consistía en tomar unas copas, o co‑mer una tortilla de patatas poco hecha, mientras se escuchaba machaconamente El mariachi de Antonio Banderas en una auténtica gramola de los años sesenta. A los croatas les encantaba, y la dueña de la casa, que era la misma cocinera incapaz de lograr el punto con las tortillas, era, como muchísimas croatas, una fan apasionada del actor, y cantante ocasional, español. Aquel hombre había llegado allí inesperada‑mente, traía, en nombre de la ONG del mismo nombre, Música per la Pau, desde Barcelona, camino de Sarajevo, la ciudad mártir, de odios seculares, escondidos y recalcitrantes bajo el disfraz, aparente y viejo de siglos, de la coexis‑tencia intercultural y religiosa, como bien había contado el nobel Ivo Andric. La lluvia y la nieve, que caían sin cesar desde hacia días en el valle y las montañas, habían cortado la carretera de Sarajevo y le habían obligado a esperar hasta que fuese reparada y abierta, y fue acogido por la unidad española. Una insinuación por parte del PIO encargado de acompañarles bastó para acercarle a la casa de la chimenea; a él y a su guitarra. Entre los que se calentaban ante el hogar los había jóvenes, y no tanto; los segundos, más hechos y avezados, tras la aparente sorpresa que escondía, en algún caso, información privile‑giada, actuaron como si le conociesen de toda la vida y, con una naturalidad y soltura propia de los primeros, explicaron a estos quién era el visitante. Joan Manuel Serrat, pues no otro era el via‑jero, camina cargado con la fama desde hacía muchos años, pero esta no le ha hecho engreído ni distante; antes al contrario, su sencillez y na‑turalidad hace que quienes acaban de conocerle actúen y se desenvuelvan con él con la misma familiaridad que lo harían los viejos conocidos. Contó por qué iba a Sarajevo cargado con sus canciones, por qué había que alimentar los co‑razones y no solo los estómagos como llevaba haciendo con riesgo y esfuerzo de sus hombres la comunidad internacional durante toda la guerra, explicó a los oyentes por qué se debía sembrar ternura donde apenas quedaba amor después de tanto tiempo de horror y sufrimiento y solo la brutalidad parecía imponer su ley. Mientras hablaba, y afinaba su guitarra, la pe‑queña sala se había llenado. Siempre es un misterio la forma como se transmiten algunas noticias, y, tras un tango de propia iniciativa, que dejó boquiabier‑tos a todos por lo inesperado tratándose de Serrat, y casi sin calentar, un malintencionado —seguro que lo era— pidió, casi exigió, La saeta, nada más ni nada menos que La saeta. Quizás la acústica no era la mejor, ni siquiera era mediana, con seguridad era penosa, tal vez la garganta acusaba el largo viaje en malas condiciones y con peor tiempo, en cualquier caso los aplausos de aquellos soldados españoles, reunidos casi en familia a su alrededor, quedarán anotados entre los más cargados de emoción, gra‑titud y añoranza que nunca escuchó. Más tarde, y entre relatos de Joan Manuel y algún que otro autó‑grafo, pedido claro para una hija o para la mujer, ya que los duros no piden esas cosas para sí, vendría Mediterráneo, un par de jotas de Picadillo, herencia de su familia de Belchite y que dejarían pasmados a los aragoneses presentes y a todos convencidos de que Serrat es una maravillosa caja de sorpre‑sas, sin fondo; vendrían también unas Paraules de amor, petición de un tierno teniente con añoran‑zas, teniente enamorado al fin y al cabo. Hubo otras, hubo risas, hubo calor; casi al final de este concierto acústico, así nos permitiremos llamarlo, restringido a los privilegiados por la suerte, recordó su servicio militar en Jaca, la ciudad cabecera, en aquel tiempo, de la Brigada de Alta Montaña, la misma que ahora le acogía en Bosnia-Herzegovina como si de un regalo del cielo se tratase. Fulles mortes se deslizó de sus recuerdos a los acordes de la guitarra, casi sin querer; no en bal‑de la había compuesto mientras aquel otro lejano otoño, en Jaca, las hojas cubrían cada mañana los paseos de la vieja ciudad pirenaica. Fuera, la lluvia seguía cayendo, y dentro, el juglar de la jota dejaba paso nuevamente al trovador del amor, del sentimiento, de la pasión; la poesía de aquella canción sería el sabor que Joan Manuel Serrat dejaría en el corazón de aquellos hombres


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