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REVISTA GENERAL DE MARINA 274-5

TEMAS GENERALES en Filipinas. Para arribar a su destino tuvo que embarcar en demanda de las islas. Una vez en alta mar, se desató un temporal en plena noche cerrada, iniciándose una gran tormenta. La mar era pura espuma y las olas alcanzaban los veinte metros de altura. Los truenos y relámpagos convertían la noche oscura, por segundos, en pleno día. Ante tal circunstancia, el capitán del barco reunió en cubierta a todos los marineros para dar órdenes sobre cómo capear la tempestad. Pero sus palabras no parecían convincentes e iban acompañadas de un rostro afligido y un alma en vilo. Por ello, en un momento determinado, en voz alta exclamó: «¡Encomendaos al Señor, rezad y que Dios os guarde en su seno. Invocad la protección de vuestros santos más queridos, ya que creo que lo vamos a necesitar. Nunca en mi vida había visto una tormenta de la magnitud de esta que tenemos ante nosotros en este momento!» Los marineros, siguiendo las instrucciones del mando, comenzaron a encomendarse a sus santos patronos y a sus imágenes más queridas. Horas más tarde, la mar se tranquilizaba y, como ya se sabe, tras la tempestad llega la calma y todos salieron ilesos. A la mañana siguiente, ya con sol radiante, durante la meridiana el capitán volvió a reunir a sus hombres en cubierta, y les dijo: «Hemos de dar infinitas gracias a lo alto, al Dios que todo lo puede, ya que anoche se me presentó la figura de un Cristo que me guió y me iluminó, indicándome el rumbo a seguir para escapar del temporal. Por favor, sacad las estampas de vuestros santos para que pueda ver y reconocer a ese Cristo y poder así agradecer tal milagro.» Colocados los hombres en fila con sus estampas religiosas en mano, el capitán fue siguiendo con su mirada todas ellas, una por una, hasta que se paró ante la que mostraba un joven herenciano que portaba la imagen del Cristo de la Misericordia. Segundos después, el capitán determinó que era el Todopoderoso Salvador que había obrado el milagro. Una vez finalizado el servicio militar y habiendo cobrado sus socorros de marcha, el joven volvió a su pueblo para contar orgulloso todas sus peripecias y, en concreto, lo que le había ocurrido con el Cristo. Mientras relataba la historia, una santera que se encontraba junto a él no daba crédito a lo que estaba escuchando. Resultó que al día siguiente de la noche en la que el muchacho decía que se había desatado la tormenta, ella también había sido testigo de un hecho excepcional. Aquella mañana se despertó muy temprano, casi al alba, y acudió como cada día a abrir las puertas de su ermita, y justo en el momento de abrir la cancela, se encontró con la sorpresa de que había unas huellas húmedas que en hilera conducían hasta el lugar en que se encontraba el Cristo. 814 Junio


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