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BOLETIN SANIDAD MILITAR 22

2014 HISTORIA Y HUMANIDADES 29 actriz Sara Bernhardt a quien obsequió Carrel con un trasplante de arteria ca-rótida en un perro. Al acabar la expe-riencia, Sara, dio un beso en el hocico al animal y dijo:» Eso es lo que hubiera yo querido ser, un animal de experimenta-ción, así habría servido para algo». En suma, aunque faltaban muchos años para que los trasplantes de ór-ganos pasasen de su fase técnica a la utilización clínica, la obra de Carrel fue una base fundamental sobre la que se añadirían estudios genéticos e inmu-nológicos que permitieran su aplica-ción terapéutica. Así lo estimó el comi-té de Estocolmo para la concesión de los Premios Nobel al otorgarlo a Alexis Carrel el año 1912. Por segunda vez se distinguía a un cirujano, Kocher lo ha-bía sido en 1909, aunque en el caso de Carrel no era un cirujano clínico, sino experimental, sin duda era una com-pensación a su rechazo en Lyon al no aceptarle como Chirurgien des Hôpi-taux. Durante los primeros cinco años de su estancia en América no había vuel-to a pisar el suelo francés, ni siquiera cuando ocurrió la repentina muerte de su madre; ya en 1909, consolidado su puesto en la Rockefeller, viajó a la patria durante las vacaciones, y tuvo tiempo para volver a Lourdes, coinci-diendo con la peregrinación anual, lo hizo privadamente, atraído por el am-biente y los recuerdos, imposible olvi-dar que allí se había iniciado el cambio de rumbo de su vida, y él, en el fondo, seguía creyendo en los milagros, aun-que el seguimiento médico de Maria Bailly descartara que hubiera padecido nunca peritonitis tuberculosa. Al año siguiente, 1910, repitió su peregrinaje y esta vez trabó relación con una dama de aspecto aristocrático que ayudaba a los pacientes en sus movimientos por el santuario. Carrel no se había senti-do hasta entonces atraído por mujer alguna, su madre había sido la única y esta que se llamaba como aquella, Ana María, viuda de La Meyrie de quien te-nía un hijo, parecía una reencarnación de la muerta. Venía todos los años a Lourdes y pasaba largo tiempo orando ante la gruta de la Virgen de quien de-cía haber recibido grandes favores. No hablaron mucho pero quedaron en ver-se el año siguiente. Y el siguiente que era 1912, el año del Nobel, decidieron casarse el año próximo, 26 de diciem-bre de 1913. Desde la iglesia tomaron el tren para Cherburgo y desde allí el barco para Nueva York. El año siguiente se escribiría 1914. El 29 de junio el atentado de Saraje-vo, y a continuación la guerra de to-dos contra todos. En Agosto Alemania declara la guerra a Francia y a través de Bélgica invade su territorio. Carrel se encontraba en Anjou, en la mansión familiar (Château de Moulines) de su mujer y allí recibe la orden de movili-zación. Debe presentarse en Lyon, su ciudad natal y la autoridad militar no sabiendo qué hacer con aquel médico, cargado de títulos y honores, pero in-servible para las necesidades del mo-mento, le destinaron a la estación del ferrocarril en un puesto de clasifica-ción de heridos. Esto estaba lejos de satisfacer a Carrel que deseaba servir a su patria a más alto nivel. Tampoco en el hospital donde actuaban equipos quirúrgicos, él no había tratado nunca pacientes humanos, ni visto heridas reales, su pericia en suturar vasos no tenía donde emplearse en aquel con-flicto, donde imperaba el concepto de la cirugía de guerra como una cirugía inferior, de complicaciones y obstácu-los de toda índole. Y donde uno de los principales problemas era el tratamien-to secundario de la contaminación in-evitable en las heridas, sobre todo de metralla, donde al destrozo de tejidos se mezclaba el polvo de las trincheras, los fragmentos de vestidos contra los que no era suficiente la limpieza y la asepsia del tratamiento en los pues-tos avanzados. Carrel fiel a su estilo de buscador incansable llegó hasta la ins-pección de Sanidad y el propio Gobier-no y se ofreció para estudiar la evo-lución y el tratamiento de las heridas infectadas y ensayar métodos de trata-miento. Al propio tiempo solicitó ayu-da económica a través de la Fundación Rockefeller y su gran amigo, el director Simón Flexner. Recorrió los hospitales avanzados y propuso la instalación de un centro en Compiegne, en un hotel de lujo requisado, donde se concen-trase el mayor número de heridos con lesiones infectadas. Rodeado de co-laboradores, médicos, farmacéuticos, químicos, algunos venidos de América, idearon un sistema de irrigación con-tinua de las heridas con distintos pro-ductos hasta que eligieron el más efi-caz , una solución de hipoclorito sódico que se llamaría líquido de Carrel-Dakin (nombre del químico del equipo) y que desde el punto de vista de la cirugía militar fue el más importante progreso de que, hasta la llegada de los antibió-ticos, se dispondría en los futuros con-flictos, entre otros la guerra civil espa-ñola. Carrel, pues, no perdió el tiempo y sus resultados se plasmaron en un li-bro publicado en 1917, en colaboración con Dehelly, Le traitement des plaies infectées. No fue este el único servicio que prestó a la Francia cuyas gentes y go-biernos con frecuencia criticaba. For-mó parte de una comisión que se tras-ladó a Norteamérica para mover a su gobierno a implicarse en el conflicto a favor de los aliados. En efecto el 2 de abril de 1917, los Estados Unidos decla-raron la guerra a Alemania precipitan-do su derrota y el fin del conflicto. Tras la guerra, Carrel volvió a sus trabajos sobre trasplantes, cultivo de tejidos y órganos en medio artificial, pasaba regularmente sus vacaciones en Francia, entre Lyon, París y Anjou, lugar de la familia de su mujer y pre-ferido por ella que no se adaptó al cli-ma de Nueva York. A ello se añadió la adquisición de una vivienda en Saint- Gildas, islita de gran belleza en la costa atlántica, en adelante el sitio preferido por Carrel, que comenzó a darse a la meditación, siguiendo las lecturas y el trato del filósofo Bergson, y de Renan, autor de una Vie de Jesus, condenada por la Iglesia en el Index Librorum Pro-hibitorum. El último proyecto espec-tacular de Carrel se produjo en 1930 y contó con un colaborador de excep-ción: el aviador Charles A. Lindbergh, mundialmente conocido por su atre-vido vuelo transatlántico, entre Nueva York y París, en 1927. Lindbergh, nota-ble ingeniero, fue a ver a Carrel a quien propuso la construcción de un corazón artificial, a semejanza de los aparatos de respiración que se usaban en los re-cién nacidos en riesgo de asfixia. Ca-rrel, buen olfateador de hazañas sen-sacionalistas, se puso manos a la obra, y tras repetidos ensayos los dos cola-boradores crearon un circuito donde mantener órganos en vida separados del cuerpo artificialmente. El proyecto causó el esperado revuelo, aunque la clase médica no le prestó mucha aten-ción. Y es que no estaba en la línea de los futuros intentos de fabricación de un corazón mecánico implantable, y que, por cierto, pasó al olvido tras in-augurarse la era de los trasplantes del órgano. No obstante, la llamada bom-ba- corazón de Carrel-Lindbergh, se presentó en Copenhague, en un Con-greso de Citología Experimental, el 20 de agosto de 1936. Por aquellos años los trabajos de Carrel se reducían a insistir sobre el tema de los cultivos de órganos, teji-dos o células, sobre el envejecimiento, trabajos más bien rutinarios, carentes de la espectacularidad de sus logros anteriores. Su estado de ánimo era cada vez más crítico con la sociedad que le rodeaba. Ya desde su salida de Francia en 1904 siempre que estaba de visita en su patria despotricaba de todo, comparándolo con la excelencia de lo americano. Ahora su decepción incluía también a América, influido en parte por la amarga experiencia del se-cuestro y muerte del hijo de su ya ínti-mo amigo Lindbergh, en 1932, crimen durante mucho tiempo sin resolver, y cuando pareció resuelto con la deten-


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