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MEMORIAL INGENIEROS 90

JULIO 2013 205 En cuanto a la del general Díaz del Río, no la reproducimos aquí por ser apenas inte-ligible, y no tanto por los sentimientos que verbalmente nos expresó con meridiana claridad, sino por lo complicado de los “detalles de ejecución”, habida cuenta de las limitaciones impuestas por su edad y del “aquí te pillo, aquí te mato”, pues, como he dicho, él mismo decidió, sobre la marcha, regalarnos la dedicatoria en cuestión. Terminada la parte institucional de la visita, pasamos a la más informal, a la de la conversación sin guion o, mejor, sin más guion que el dictado por el corazón: los generales Quesada, Teixidó y de la Puente evocando la épo-ca en la que el comandante Díaz del Río había sido su profesor, siendo ellos caballeros alféreces cadetes en la Academia de Inge-nieros de Burgos; el general Feliu recordando sus particulares vi-vencias con nuestro homenajea-do; este, escuchando y partici-pando, acordándose sobre todo de su paso por la División Azul, y del magnífico trato que los zapa-dores, sus queridos zapadores, recibieron del jefe de dicha Divi-sión, el general Muñoz Grandes; y, por último, quien esto escribe, escuchando a unos y a otro, casi embelesado –como el niño que escucha a su padre hablar con sus amigos de viejas historias al calor de la chimenea– y partici-pando modestamente en las conversaciones. Todo ello compartiendo, además, un ge-neroso aperitivo que, en nombre del general Díaz del Río, nos fue ofrecido por su hijo y por su nieta. Desde el ventanal del salón se adivinaba –más que se veía– la Academia de Ingenie-ros en la sierra madrileña. Su nieta me dijo que, con tranquilidad, se la enseñaría a su abuelo, convencida de la enorme ilusión que le produciría tener casi “a tiro de piedra” su –nuestra– Academia. Transcurrieron así demasiado rápidos los cincuenta minutos que los visitantes conside-ramos debían poner fin a tan sencillo y entrañable acto, a tenor de las emociones que claramente embargaban a nuestro general y el cansancio que, entendíamos, le estába-mos provocando –a pesar de que él se resistiera a hacérnoslo ver–. Quiso despedirnos de pie, igual que nos había recibido, e incluso nos acompañó hasta la puerta. Aunque al abandonar la casa de nuestro homenajeado no lo comentásemos expresa-mente, sé que en el ánimo de quienes acudimos a cumplimentarle estaba la satisfac-ción de haber hecho una buena obra. Pero lejos de ser “nuestra” buena obra para con el general Díaz del Río, lo fue, en realidad, para con nosotros mismos, pues salimos de


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