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EJERCITO DE TIERRA ESPAÑOL 921

Cultura REVISTA EJÉRCITO • N. 921 DICIEMBRE • 2017  81  arcabuces podrían escupirla, pero, que sepamos, las únicas tropas otomanas que los portaban eran las «tropas nuevas», los disciplinados y feroces jenízaros, ya que las otras unidades preferían flechas y ponzoñas, más rápidas de disparar sucesivamente. Unos 3.000 jenízaros participaron en la batalla de Lepanto con la misión principal de proteger al almirante turco Alí Pachá, que navegaba a bordo de La Sultana, desde donde abordaron la cubierta de La Real de Don Juan de Austria, y en cuyo costado de babor hundió su espolón la nave insignia musulmana. Cervantes, a bordo de La Marquesa, pudo haber tenido que enfrentarse a los jenízaros, pero no en ese combate. Jenízaros otomanos, armados con arcabuces Por lo tanto, pudo ser la metralla lo que hirió a Cervantes, lo que parece atestiguar la relativa levedad de las heridas del pecho, en cuya pared acabó su trayectoria el correspondiente proyectil, sin fuerza ya para penetrar en la cavidad torácica. Pronto para la época curó de ellas a su paso por el hospital de Mesina, donde la muerte era frecuente esposa del desgraciado obligado a «hospedarse» allí (es hospital término derivado de hospedal, hospedaje) por la extrema escasez de higiene, alimentos y medicamentos. Que las heridas de Cervantes fueron de metralla parece abonarlo el antropólogo forense Etxeberria, uno de los expertos dedicados a encontrar los restos de don Miguel en la cripta de la iglesia del convento de las Trinitarias Descalzas, en el barrio de Las Letras. Dijo Etxeberria a la prensa: «Estamos tratando de encontrar el esqueleto de un varón de unos 70 años, con no más de seis dientes y una mano deformada. No nos extrañaría encontrar fragmentos metálicos incrustados en sus huesos», lo que sugiere la posible incursión de metralla aleatoriamente localizada en el esqueleto de un hombre. Las heridas de Lepanto no había que recordarlas. Eran un presente continuo alimentado por la falta de destreza en la mano siniestra (así llamada por el lugar del cuerpo ocupado y no por un malhadado carácter) y eventuales momentos de dolor sufridos en ella, extemporáneos y paroxísticos. Pero el dolor no solo reside en el cuerpo, sino que también asola el alma. A veces solo a ella. El recuerdo de las vivencias, de lo vivido con suficiente intensidad y potencia, matizan el humor y la conducta. Al nacer, nuestra mente no es «una tabla limpia en la cual no hay nada escrito»; heredamos el inconsciente colectivo, el tesoro de la cultura a la que pertenecemos, que iguala en muchos


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