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LOS BARCOS DEL DESASTRE. LA REPATRIACIÓN DE FILIPINAS (1898-1900) Siete meses después ―el 26 de agosto―, cuando ya todo el mundo lo daba por muerto y su herencia había sido repartida, aparecía en su pueblo de Castilblanco (Badajoz) Miguel Vallejo, prisionero durante años de los tagalos en Bulacán, provincia de Luzón, junto con muchos otros compatriotas. El recién llegado citará incluso los nombres de varios de ellos, mencionando a uno de sus vecinos de localidad, el teniente Lucio Muñoz, cuyas exequias su familia había realizado hacía tiempo (96). Y todavía bien entrado el año 1903 continuaban llegando a la Península españoles procedentes de Filipinas que aseguraban haber sido prisioneros de los tagalos. Tal es el caso de José Rata Martínez, cautivo durante más de cinco años de los hombres de Aguinaldo, uno de los cabecillas de la insurrección filipina. Junto con medio centenar de compatriotas, conseguirá huir, echarse al agua a la desesperada y nadar durante horas hasta ser recogido por un transporte que lo conducirá a Manila. El mar se ha cobrado nueve vidas, como precio a la libertad. En la capital, serán vestidos, atendidos y alimentados por el Ejército norteamericano, que los repatriará a España en el primer vapor que sale para Europa (97). El 12 de octubre llegan a Cádiz. Allí, nadie les espera ni ha venido a recibirlos. Son pasajeros anónimos, procedentes de una tierra lejana de la que nadie quiere ya hablar. Lo primero que harán una vez desembarcados es acudir al gobernador provincial en busca del socorro necesario para desplazarse a sus respectivas localidades, pero carentes de cualquier documento acreditativo que confirme su identidad, este rehusará ayudarles. Mes y medio tardará José Rata en llegar por sus propios medios a Tarrasa, su pueblo natal. Para entonces, allí ya nadie cuenta con él. Era un muerto más, un desaparecido en una infame contienda de la que su familia solo conservaba el amargo recuerdo de una partida de defunción. Uno de los últimos españoles ―si no el último― en regresar a su tierra será Luis Checa Martínez, oriundo del pueblo conquense de San Clemente y veterano del Batallón de Cazadores Expedicionarios número 12. Luis sobreviviría en condiciones infrahumanas a un terrible cautiverio de años durante el que, por rechazar en matrimonio a la hija de un dirigente insurrecto, fue condenado a tirar de una arado junto a una vaca. El trato recibido fue tan duro y la alimentación tan pobre y escasa que este humilde soldado ―analfabeto y antiguo jornalero― perdió toda su dentadura y quedó reducido a un despojo humano. Lo único que lo mantuvo con vida durante todo su cautiverio fue la idea de regresar a su país, a su pueblo, con su esposa y sus hijos, con su familia. Y eso precisamente fue lo que lo animó a emprender la huida con las escasas fuerzas que le quedaban. Un buen día, como otro de tantos en que a Luis se le permitía coger un borrico para ir en busca de agua, escapó y dejó atrás aquella pesadilla. Caminando durante el día y ocultándose de noche, tras varias jornadas deambulando sin rumbo fijo, al fin consiguió ponerse a salvo. (96)  Ibídem, 26 de agosto de 1901, p. 4. (97)  El Correo Español, 22 de diciembre de 1903, p. 2. Año 2018 REVISTA DE HISTORIA NAVAL 121


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