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y, por ende, sabe mandar. Se hace militar porque su espíritu libérrimo lo lleva a aborrecer la bota nazi, cualquier tipo de tiranía: «A mí la derrota me sienta mal». Leal, valiente, estoico, ese es Esclavier, alguien para el que el dinero nada importa: estos son los más peligrosos… y quien se prepara a conciencia para la nueva guerra leyendo a Marx, a Mao Tse Tung y, después, el Corán. Cuando Raspéguy le encarga el mando de una compañía de reemplazo formada en su mayoría por una generación de jóvenes antimilitaristas, Esclavier los convertirá en soldados. Porque él es militar, solo sabe ser militar, y, en los permisos, añora a su regimiento. Ha sido partisano, ha bebido el vino de los humildes, no sabe entenderse a sí mismo sin la guerra, como Lartéguy. Pero hay un protagonista más: la propia guerra, el fenómeno bélico como una fuerza arrolladora que todo lo engulle, que nadie puede contener, que no da tregua a los hombres. Una animal camaleónico capaz de cambiar de rostro: «La guerra da su mejor cara en los desfiles y en los actos heroicos. Pero la guerra puede ser una carnicería, como la del 14. La guerra es despiadada, cruel y adopta su peor cara en los interrogatorios a los prisioneros, en las masacres en la retaguardia. La guerra, a veces, es un payaso, gasta bromas, juega con los soldados. La guerra es olvidadiza, por eso los excombatientes sólo te hablarán de los buenos ratos pasados con los compañeros. La guerra se adapta, tiene mil caras… a cual peor». La obra fue devorada por lectores de todo el mundo, pero constituyó desde su misma aparición una obra de culto entre militares. Los oficiales portugueses, que supieron hacer la guerra de Angola y Mozambique, la estudiaron a fondo, llegando su comunión con la obra al extremo de abrazar sus ideas más extremas, su cercanía al comunismo o, cuando menos, socialismo: fueron los capitanes de abril. Los militares españoles de los sesenta, setenta y aun ochenta, la leyeron con avidez, especialmente los destinados en una joven pero dinámica Brigada Paracaidista. En Francia —nadie es profeta en su tierra—, con los protagonistas de los hechos todavía vivos, sembró la misma discordia que sus páginas reflejaban: la tensión entre un ejército moldeado a la antigua, nostálgico de unas glorias que probablemente no volverán, y los representantes de una nueva forma de luchar que, acaso, tampoco haya 56  /  Revista Ejército nº 934 • enero/febrero 2019 encontrado todavía su forma —Beirut, las guerras del Golfo, el fenómeno del terrorismo global, forman parte de una lista en que los fiascos no llegan a ser derrotas pero las victorias ya no recuerdan al sol de Austerlitz—. Y en Estados Unidos, el libro volvió a ser reeditado a petición del general Petraeus para orientar a unos oficiales sumidos en el caos de lejanas y tantas veces olvidadas misiones de paz, es decir, de la guerra mostrando su rostro «políticamente correcto». Larga vida, en cualquier caso, a esta gran novela que comenzaba con aroma de clásico recogiendo una carta apócrifa por la que siempre se la recordará: Nos habían dicho, al abandonar la tierra madre, que partíamos para defender los derechos sagrados de tantos ciudadanos allá lejos asentados… de tantos beneficios aportados a pueblos que necesitan nuestra ayuda y nuestra civilización. Hemos podido comprobar que todo era verdad, y porque lo era no vacilamos en derramar el tributo de nuestra sangre, en sacrificar nuestra juventud y nuestras esperanzas. No nos quejamos, pero, mientras aquí estamos animados por este estado de espíritu, me dicen que en Roma se suceden conjuras y maquinaciones, que florece la traición y que muchos, cansados y conturbados, prestan complacientes oídos a las más bajas tentaciones de abandono… No puedo creer que todo esto sea verdad, y, sin embargo, las guerras recientes Jean Pierre Lucien Osty Los tiempos del heroísmo han muerto… Los nuevos ejércitos ya no tendrán penachos ni música. Ante todo, tendrán que ser eficaces


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