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REVISTA ESPAÑOLA DE DEFENSA 337

a n á l i s i s Por otra parte, la existencia de conflictos como los de las conocidas inicialmente como «primaveras árabes», donde no se emplearon los instrumentos militares, pero donde se produjo un número importante de bajas y, en algunos casos, se provocó un cambio de régimen, no entrarían dentro de la definición de guerra irregular o de terrorismo, tampoco de guerra híbrida o guerra limitada. Entrarían de lleno en el concepto de «Conflicto en la Zona Gris» que, como define Frank Hoffman, «…captura las actividades multidimensionales deliberadas de un actor estatal que se encuentran inmediatamente por debajo del umbral del uso agresivo de las fuerzas militares. En estos conflictos, los adversarios emplean una serie integrada de instrumentos de poder nacionales y subnacionales en una guerra ambigua para lograr objetivos estratégicos específicos sin cruzar el umbral del conflicto manifiesto». Naturalmente, estos conflictos en la zona gris tambien tienen diferentes «tonalidades» de grises. ¿Nuevos conflictos o nuevos medios? La respuesta es una y otra. No cabe duda de que alguno de los conflictos, como los de la Primera Guerra del Golfo, han sido puramente militares y la superioridad tecnológica permitió diseñar operaciones de tiralíneas. Tampoco cabe duda —lección aprendida— que lo que parecía cierto para la primera, no lo fue para la Segunda Guerra del Golfo, y mucho menos para combatir el terrorismo «líquido» que practicaba Al Qaeda durante la década pasada, y donde la ocupación del terreno carecía de relevancia. Además, se ha producido un retorno de la geopolítica y, al regreso con fuerza de actores casi olvidados tras la disolución de la Unión Soviética —Rusia—, se suman otros actores que adoptan una actitud cada vez más asertiva en su zona de influencia, como China en el mar del sur de China, donde el gris de los conflictos podría ser extremadamente peligroso si se «oscureciera» por un «malentendido» ante el lenguaje provocador del recién estrenado presidente Donald Trump. La política exterior «errática» que está manteniendo Estados Unidos hace pensar que ha pasado de ser una política de estado, y por tanto con una gran coherencia y estabilidad, como tradicionalmente fue, a ser una política de partido que fluctúa como una veleta. Los actores regionales, ante la volubilidad de la política norteamericana, podrían optar por apoyos alternativos más estables y buscar sus propios intereses, por encima de los de la estabilidad de la región. Así, las discrepancias en Oriente Medio no son solamente entre chiitas y sunitas, sino también entre sunitas, y los apoyos en la guerra de Siria Irak, oficialmente a favor de las opciones norteamericanas, no descuidan al Daesh, e incluso ya no exigen la deposición de Assad. Lo mismo se podría afirmar de los conflictos en Yemen y Libia, o en Egipto, con los Hermanos Musulmanes. La incertidumbre reina tras las primeras decisiones del nuevo presidente, que ejecuta, sin contemplaciones por el momento, sus propuestas electorales. La resolución de los conflictos que proliferan en Oriente Próximo representa lo que Barry D. Watts califica como un «problema perverso » sin soluciones evidentes, porque las consecuencias no previstas de una determinada solución pueden producir resultados peores que el propio problema que se pretendía resolver. La «lección aprendida » en la región MENA (acrónimo de Middle East and North Africa) es que un «éxito inmediato» no significa que la estrategia empleada se pueda seguir aplicando. Ya no contamos con los instrumentos, métricas, indicadores o técnicas operacionales que podían ser aplicadas a todos los problemas estratégicos durante la «Guerra Fría», o cuya validez se mantenga simplemente durante todo el ciclo de vida de un conflicto determinado. Estados Unidos, tradicional poder hegemónico en Oriente Próximo, renunció a emplear su hard power, conscuencia del «síndrome de Irak», su soft power quedó desacreditado por el uso —real o percibido— de dobles estándares, y su smart power, sufre del «síndrome de Libia». Es probable que la Hélène Gicquel administración de Trump aplique cambios significativos en la estrategia de inteligencia, diplomática y militar de los Estados Unidos para Oriente Próximo. Se estima que la política de Trump en Siria se centraría en combatir al Daesh, pero no en la eliminación de Assad. Mientras que la designación de un embajador de línea dura en Israel, David Friedman, que se opone a una solución de dos Estados y apoya los asentamientos israelíes, deja clara su posición respecto a la cuestión palestina. Las designaciones del general James Mattis para dirigir el Pentágono y del general Mike Flynn como consejero de la seguridad nacional, ambos jubilados y de línea dura, llevan a pensar que habrá una aproximación más «dura» al islamismo radical. La política exterior y de seguridad de Estados Unidos ha sido muy estable en aquellas zonas donde sus intereses nacionales se consideran vitales, como Oriente Próximo. En palabras de Condoleezza Rice, «la antigua dicotomía entre realismo e idealismo nunca ha afectado verdaderamente a Estados Unidos, porque no aceptamos que nuestro interés nacional y nuestros valores universales se contrapongan... Incluso cuando nuestros intereses y nuestros ideales entran en conflicto en el corto plazo, creemos que a la larga son inseparables». Pero esto era antes de que Donald Trump alcanzara la presidencia. La pregunta es muy simple: ¿evitará Trump que se contrapongan los intereses y valores norteamericanos, o promoverá los intereses con cualquier medio? L 52 Revista Española de Defensa Marzo 2017


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