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revista de aeronáutica y astronáutica / enero-febrero 2020 memoria histórica del EA 139 Del Saeta y el Monstruo Cuando en septiembre de 1962, con toda la ilusión del mundo, me presenté en el Grupo de Experimentación en Vuelo de Torrejón, para recibir en el Saeta el bautizo en reactor, tuve la oportunidad de conocer a lo más granado de los pilotos de prueba de la época, quienes me acogieron con una naturalidad y simpatía que no puedo dejar, una vez más, de agradecer. El teniente coronel Carlos Grandal, compañero de curso en Alemania (1938-39) de mi vecino Juan Rochelt, fue presentándome a todos; casualmente, al teniente coronel ingeniero Guillermo Pérez del Puerto y al capitán Juanito Martínez de Pisón, al tener relación con mi pueblo, ya les conocía; saludé al bilbaíno «Dioni» Zamarripa de quien tanto había oído hablar en el aeropuerto de Sondica; y a Fernando Valiente, Perico Santa Cruz, Benjamín Sepúlveda, Sánchez Martín, Miguel Entrena (el derribador del He-112) y Gerardo García Gutiérrez a quien, aunque oí que le llamaban «el Monstruo», no me atreví a llamarle así. Si bien el bautismo me lo dio Pisón a la mañana, por la tarde con el «Monstruo» hice otro vuelo inolvidable, convirtiéndose en nuestro personaje de hoy. Del debut en reactor, tan solo transcribiré dos líneas del reportaje que, en El Correo Español el Pueblo Vasco de Bilbao, escribí entonces: «Siguiendo las instrucciones del periodo de pruebas n.º 1, debíamos alcanzar los 9000 metros de altitud para luego picar verticalmente hasta distintas alturas y virar ceñidamente. La ascensión, bajo el potente sol madrileño, no pudo ser más tranquila. El avión daba la sensación de parado. Una vez alcanzada la citada cota, me advirtió Pisón del picado que íbamos a realizar. El morro apuntó al suelo y picamos para alcanzar una velocidad superior a los 800 km/h. Tras haber descendido 2500 metros viramos fuertemente a la izquierda y derecha. El marcador señaló 7G, lo que quería decir que en dicho momento el cronista llegó a pesar siete veces más su peso; debido a lo cual, quedé inmovilizado, aplastado contra el asiento y, al desplazárseme el riego sanguíneo a los pies, me hizo perder la visión por unos instantes. Sensaciones curiosas estas, pero no precisamente agradables. Ellas, claro está, se evitan casi totalmente con el traje anti-g, pero nosotros volábamos «a pelo». Luego vinieron otros picados para alcanzar los 5G y después, una excelente exhibición acrobática. Los toneles ascendentes, loopings, imperiales… los ejecutaron avión y piloto con una precisión, una suavidad y una potencia extraordinarias. Ya en tierra, las felicitaciones y enhorabuenas, efusivas y sinceras se sucedieron; desde el teniente coronel Grandál hasta… el conductor de la cisterna. A la tarde volví a volar, en esta ocasión con «El monstruo». Durante dos horas, sobrevolando las tierras de Valladolid, Salamanca, León y Toledo, me hizo una demostración fantástica. Inolvidable aquella trepada, con el avión pegado al suelo, a una muy pronunciada pared montañosa. Luego, más acrobacía y, como a la mañana, me llevé un rato los mandos. Ya anocheciendo aterrizábamos en un Torrejón iluminado. De vuelta a Madrid, a la enorme satisfacción de haber volado ¡el Saeta! se unía el haber pasado el día con los pilotos de pruebas, con los mejores Gerardo García Gutiérrez, me contó mil anécdotas de su repleta vida aeronáutica, que inició en la «Premi» (Premilitar) y como cabo 1.º piloto con 53 horas, hizo el curso de caza en Morón; al inaugurarse la AGA, junto a un puñado de compañeros – grandes aviadores, vive Dios– ingresó en ella, saliendo con el número 1 de su promoción (la 2.ª) ¡Es un monstruo!, comentaban en 1950 sus compañeros y con tal apodo se quedó. Después de varios destinos, entre ellos la Escuela de Badajoz y campamentos de la Milicia Aérea Universitaria en Burgos-Villafría, al modernizarse el Ejército del Aire fue uno de los pioneros en la Escuela de Reactores; cuyos recuerdos, al igual que los de Morón –quizás por mi insistencia– publicó en los primeros números de Aeroplano y merecen la pena releerlos. En el INTA (como popularmente se conocía al Grupo de Experimentación, hoy CLAEX) participó en la homologación de muchos aviones, como el citado Saeta, teniendo que volar en alguna ocasión a 10 000 metros sin presurización, que el prototipo no la tenía. Como habilidoso piloto que era, incluso consiguió, como «Pepito» Lecea en sus años mozos (luego fue ministro del Aire), cazar avutardas (foto). «Afortunadamente, en aquella época (1959) –me decía– no era una especie protegida, que de ser ahora el entretenimiento, me hubiera costado una fortuna». Queriendo probar otras cosas, con el empleo de comandante, paso a la situación de supernumerario. Por volar, que era su pasión lo hace en fumigación, en aerotaxis, en helicóptero, da clases en el Aero Club, en Cuatro Vientos y tras debutar en las líneas con una compañía charter pasa a Iberia. ´ En 1996, en un resumen anotaba 16 900 horas de vuelo; 4500 en aviones militares y 12 400 en civiles Había aterrizado en 184 aeródromos diferentes desde Keflviken (Islandia) a Ciudad del Cabo y desde Hong Kong hasta Oklahoma o México. Algunos muy poco frecuentados por pilotos españoles como Penang, Kuala- Lumpur o Singapore en la península de Malaca. Había volado 35 tipos diferentes de aviones y entre las que él llamaba «buenas marcas» están esas 20 horas de vuelo (Tripoli-Jeddah-Tripoli- Jeddah) en un día natural. Las 120 horas de vuelo en 10 días o el vuelo Bangkok-Madrid de una sentada con las escalas indispensables para repostar en Bombay, Barein, El Cairo y Zurich. Todo un «Monstruo».


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