Page 108

RAA 870

Un puente lejano Manuel Durán Fernández-Dávila Capitán del Ejército del Aire Esa noche cerré los ojos y volví a pensar en lo que podía haber pasado. El avión no levantaba. Y ese puente delante. Y se me hizo un nudo en el estómago. Y me obligue a dormir. Al fin y al cabo, actuamos bien y ya no importaba... –¿Habéis entrado? ¿Cómo habéis cargado? –pregunté al otro avión al reunirme con ellos tras la descarga. –De la presa al puente. Es un poco justo, pero se puede hacer –contestaron. De la presa al puente. Hace años que no entro en este embalse y, desde luego, nunca lo he hecho en ese sentido. Me parece corto, pero con el viento actual es la mejor opción. Además, me fío del comentario de mi compañero. Sé perfectamente cómo vuela y solemos tener criterios parecidos. Todo esto lo pienso mientras sobrevuelo rápidamente el embalse viento en cola. No hay tiempo para mucho más. El incendio está cerca, es tarde y es importante ayudar lo máximo posible antes de tener que retirarnos al ocaso. Viro a base izquierda mientras configuro el avión para la carga. Lo establezco en final y bajo lo máximo posible. Quiero librar la presa y tomar en seguida para aprovechar al máximo la reducida zona de carga. –Solo a cinco mil –le digo al mecánico. No me termino de fiar. Parece corto. Probes abajo, amerizaje y comienza la carga de agua. Tres, cuatro, cinco mil litros, probes arriba y ya tengo potencia de despegue en ambos motores. Vistazo a la velocidad y comienzo a centrarme en «sentir» el avión. La presión necesaria en la palanca de control, el sonido del casco rasgando el agua cuando comienzo a tirar de ella, y algo... algo va mal. No me gusta. En un instante, que se hace eterno, sé que no vamos a salir de ahí. Vuelvo a evaluar el puente que tengo delante y la línea de cables que cruza mi trayectoria sobre él. El avión está a punto de despegarse de la superficie del agua, pero todavía no lo ha hecho. Y creo sentir que no lo va a hacer a tiempo... –No salimos. Aborto –digo aceptablemente calmado, a pesar de que mi cerebro lleva tres interminables segundos trabajando al 300%. El pesado hidroavión lucha por detenerse con estruendo en el agua. Palancas a Ground Idle, flap arriba, algo de confusión en cabina, un vistazo a la cantidad de agua que hemos cargado y parece que el avión se detiene; no necesito meter Reversa. Compruebo que las probes se subieron en su momento y que no estamos cargando más agua. El puente queda ya lejos a esta velocidad, pero sí son un factor a tener en cuenta las rocas que quedan a mi izquierda. El avión termina de perder velocidad y comienza a hundirse. Más de lo normal. Tenemos cinco toneladas de peso extra. Pero la situación, ahora sí, vuelve a estar totalmente controlada. Y esto ha pasado en otro par de segundos... –Lo siento chicos, pero de aquí no salíamos. Estoy seguro de que no libraba el puente; mucho menos los cables. Lo siento –digo ya con calma a mi tripulación. –Nada, no pasa nada. Buena decisión –dice mi mecánico, mientras mi segundo, excelente piloto y mejor persona, probablemente con más horas de vuelo totales que yo, pero con tan solo dos campañas de experiencia en este tipo de vuelo acierta a decir algo así como: –Pufff... yo no tengo ni idea; a mí me ha parecido bien. ¡Vaya tela!, ¡qué mal cuerpo! De verdad. Es la primera vez en mi vida que me veo en una situación como esta. Es la primera vez que tengo que abortar un despegue porque, literalmente, no iba a poder sacar mi avión de ahí sin estamparme contra un puente. Nunca antes había cometido un error de cálculo así, o tal vez esta vez no fui lo suficientemente fino volando. No lo sé... Lo importante, como siempre, y es de lo que más me alegro, fue tener claro que la seguridad de mi tripulación y de mi avión es lo primero. Y ahora tocaba sacarlos de allí... Suerte tuvimos, pues tras varias horas de vuelo ya habíamos consumido el combustible suficiente para estar por debajo del peso máximo al despegue –siempre y cuando pudiésemos deshacernos de algo más de dos toneladas de las cinco que teníamos de agua–. Lo que hicimos fue abrir las compuertas de lanzamiento –sí, posados en el agua– para eliminar aproximadamente la mitad de la carga. Varios factores influyen en el resultado de esta maniobra, siendo los principales el peso del avión y el peso del combustible que te quede en los planos. Las compuertas se abren, el agua es libre de escapar, y la gravedad y flotabilidad del casco hacen su trabajo. Cuando las fuerzas se equilibran y las compuertas se cierran deberían quedar en los depósitos del avión unas dos toneladas y media de agua. Con esas a bordo sí tendríamos que despegar. Comienza ahora el penoso rodaje sobre la superficie del embalse. Tengo que alejarme lo máximo posible de la orilla de barlovento para poder despegar con la mayor componente de viento en cara posible. Es el equivalente a hacer un backtrack sobre la pista, solo que aquí tú decides hacia dónde navegas y el rumbo con el que quieres despegar. A pesar de no tener el viento totalmente en cara, decido despegar por un ramal diferente del embalse, pues está claro que no voy a volver a intentarlo hacia el puente. Esta vez voy a tener viento cruzado de la derecha, pero la lámina de agua tiene mayor longitud en este sentido, y la salida, bueno, la salida tampoco es ninguna maravilla: una vez en el aire hay que virar rápido hacia la derecha para evitar las más que elevadas colinas que tenemos delante. Navegamos lentamente hasta el final del embalse. Intento acercarme lo máximo posible a la orilla, pero con mucho cuidado. Tan solo intuimos la profundidad que tiene ahí el pantano, y lo último que quiero es embarrancar el hidroavión. Meto potencia diferencial –un motor casi a tope y el otro casi en máxima reversa– para girar sobre mi posición e invertir el rumbo. Informo a la tripulación de que vamos a hacer toda la maniobra bastante rápido, así que mientras giramos vamos revisando y configurando el avión, y en cuanto paso por el rumbo de despegue meto motor y comenzamos la carrera. Y aquí empieza la fiesta... Debido a que estamos despegando contra la estela que hemos creado en el agua al venir navegando hacia este punto del embalse, comenzamos a comernos todas las olas que esta ha creado en la superficie. El impacto contra estas olas, unido al peso extra que llevamos en los depósitos de agua, hace que tardemos muchísimo más de lo normal en sacar el casco del agua y en subir al rediente. Mientras lo intentamos, con los motores a toda potencia, las olas contra las que impactamos cubren completamente la cabina y golpean las hélices. Grandes cantidades de agua son ingeridas por las turbinas y oímos perfectamente varias perdidas de compresor y dos apagados parciales de llama en la cámara de combustión –por eso siempre despegamos con las igniciones en continua–. Los apagones, que claramente podemos ver en cabina con caídas de más del 50% de potencia, se recuperan de manera instantánea. Sabemos lo que está pasando, y conocemos nuestro avión, así que mantenemos la calma y perseveramos, no sin dejar escapar algún improperio que otro. Pocos segundos después el anfibio saca parte del casco del agua, y planeamos a toda velocidad subidos en el rediente, todavía en contacto con la superficie del embalse. Nos elevamos, limpiamos flap parcialmente y viramos a la derecha, rumbo al incendio, mientras pienso para mis adentros que esta descarga sobre el mismo, será de solo dos mil quinientos litros. • 106 REVISTA DE AERONÁUTICA Y ASTRONÁUTICA / Enero-Febrero 2018


RAA 870
To see the actual publication please follow the link above