La asistencia de la Veterinaria Militar Española a la población civil tiene más de 200 años...
Sanid. mil. 2021; 77 (2) 109
y ciudades. En el Ejército la formación se realizaba junto a los
mariscales militares.
La primera escuela española, la Real Escuela de Veterina-ria
de Madrid, comenzó a impartir clases en octubre de 1793.
Y las epizootias que afectaban a nuestro ganado también tuvie-ron
mucho que ver con su fundación, como indicó Malats5 en la
Oración que leyó en la apertura oficial de la Escuela, además de
la mejora de la albeitería y de la producción animal, aunque no
fueron estos los principales objetivos sino la dotación de técni-cos
expertos para el Ejército, tal como sucedía, por ejemplo, con
médicos y cirujanos de la Armada.6 Desde su gestación, la Real
Escuela de Veterinaria de Madrid tuvo un fuerte componente
militar, siendo sus primeros directores Segismundo Malats,
mariscal mayor del Regimiento de Dragones de Lusitania, e
Hipólito Estévez, mariscal mayor del Regimiento de Dragones
de Almansa. El príncipe de Monforte, inspector de Dragones
y protector de Malats, fue comisionado por el Rey para poner
en marcha la Escuela de Veterinaria junto con el conde de la
Cañada, quien en octubre de de 1792 pidió ser exonerado del
cargo debido a sus múltiples ocupaciones (había sido nombrado
gobernador del Real y Supremo Consejo de Castilla), ocupando
su lugar Domingo Codina, consejero de esta misma institución.
La previsión para el primer año era que únicamente se matricu-laran
24 alumnos seleccionados entre los Regimientos de Dra-gones,
y que el segundo año se admitieran otros 24, esta vez de
Caballería. Así, los dos primeros años solo ingresarían alumnos
de procedencia militar, aunque el curso comenzó con 30 alum-nos
internos (militares) y 12 externos (civiles). A los cuatro años
se esperaba alcanzar la cifra de 96 alumnos.(2)7 La Escuela depen-día
del Ministerio de la Guerra, considerándose como un centro
militar de enseñanza.8
Igual que en Francia, a finales del siglo XVIII el muermo
afectaba considerablemente a las caballerías en nuestro país.
Una diferencia con Francia la constituía la existencia y desarro-llo
de la albeitería, gracias a la cual aquí contábamos, al menos
en teoría, con profesionales preparados para hacer frente a esta
enfermedad. Pero la precariedad de muchas zonas, la falta de
albéitares en otras (en las que el herrador se encargaba también
de las enfermedades de los animales) y su preparación no siem-pre
actualizada, dificultaban sobremanera tanto el diagnóstico
como la adopción de las medidas adecuadas para su control. Un
texto ampliamente utilizado por los albéitares era el de Fran-cisco
García Cabero, Instituciones de Albeytería y examen de
practicantes en ella, cuya primera edición es de 1740, y que fue
uno de los textos más importantes utilizados en el examen de
pasantía.9 En 1816, se volvió a imprimir con unas importantes
adiciones a cargo de Agustín Pascual (y también de Bernardo
Rodríguez, como «Notas del Proto-Albeyterato»). Observamos
que la adición al muermo y las notas son más extensas que lo
escrito originalmente por García Cabero, comenzando así:
«Siendo el muermo la enfermedad que debe llamar mas la con-sideracion
de los facultativos, y tratándola Cabero tan confusa
(2) Aunque un artículo de 1802 dice que «los alumnos han de ser 96, (aunque
todavía no hay mas que de 50 á 60) las dos terceras partes paisanos y lo
restante militares.», “Real escuela de Veterinaria de Madrid”, Semanario
de Agricultura y Artes dirigido a los párrocos, XI:273 (25 de marzo de
1802), pp. 187-192. El artículo no tiene firma, aunque podría adjudicarse
a Francisco González.
como inmetódicamente, es preciso que esta adicion sea mucho
mas dilatada que las demas.». Describe Pascual los tipos de
muermo, de destilación y hace hincapié en el contagio, que en
aquellos años estaba en duda, para acabar con su tratamiento.10
Parece, pues, que a finales del siglo XVIII los conocimien-tos
que tenían los albéitares sobre el muermo no eran profusos,
exceptuando, por supuesto, a la Real Escuela de Veterinaria y
su área de influencia, al igual que el Ejército, que contaba con
mariscales mayores (albéitares o veterinarios) eficientes y prepa-rados
en su mayoría. Y teniendo en cuenta su característica de
enfermedad grave y contagiosa, la intervención y ayuda propor-cionada
por los mariscales mayores y por los profesores de la
Escuela de Veterinaria resultó fundamental para su control en
aquellas zonas donde se presentaba.
Detallaremos su actuación en dos de estos casos, controlados
por Francisco González y por Ramón Martín, ambos mariscales
mayores, para evidenciar el importante papel del Ejército en su
auxilio a la sociedad civil en un problema capaz de proporcionar
grandes quebrantos económicos y también sanitarios.
FRANCISCO GONZÁLEZ. EPIZOOTIAS DE MUERMO
EN ARAGÓN
Francisco González Gutiérrez nació probablemente en Ain-zón
(Zaragoza) hacia 1760. Hijo del mariscal mayor de la Real
Brigada de Carabineros (Juan Félix González) ingresó siendo
joven en el Ejército sirviendo como herrador y albéitar junto a
su padre. En 1783 fue nombrado mariscal mayor del Real Cole-gio
de Ocaña, pasando en 1789 a ocupar este mismo puesto en el
Regimiento de Caballería de Farnesio, donde permaneció hasta
octubre de 1797 en que pasó a ser maestro de la Real Escuela de
Veterinaria de Madrid. Sirviendo en este regimiento, Francisco
González hizo «toda la ultima guerra con la Francia, excepto el
tiempo que S.M. tuvo avien tenerlo en la ciudad de Borja, para
combatir una enfermedad epidémica que padecia el ganado
caballar y mular del partido de dicha ciudad», según certifica el
sargento mayor.11
Al inicio de 1793, estando el regimiento en Aragón, Fran-cisco
González comunicó a Malats y Estévez la existencia de una
epidemia de muermo que afectó a las caballerías de Novillas y
Agón, corregimiento de Borja. Los ya nombrados directores de
la Escuela de Veterinaria, también mariscales mayores, cursaron
la solicitud correspondiente que, vía protectores de la Escuela y
ministro de la Guerra, llegó al Rey, quien ordenó que Francisco
González acudiera a los pueblos afectados con las oportunas
instrucciones de los directores para controlar la enfermedad.12
El trabajo meticuloso desarrollado por González generó un
buen número de documentos13 que permiten reconstruir sus acti-vidades,
de las que dio cuenta a los directores de la Escuela quie-nes
a su vez informaron a los protectores, responsables ante el
conde de Campo-Alange, ministro de la Guerra. Así, conocemos
su llegada a Borja en mayo de 1793 y su presentación al corre-gidor,
quien había recibido aviso para que le auxiliara en lo pre-ciso.
Inmediatamente González procedió a registrar y reconocer
los animales de Agón, indicando el número de mulas, mulos,
caballos y yeguas, edad, estado de salud, nombre de sus dueños,
animales muertos y cualquier nota de interés. En total reconoció