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en la adquisición de estos elementos
en países que no habían dejado
de fabricarlos tras la IGM. La primera
candidata era Francia, en concreto
la compañía Schneider, de la que
se adquirieron cincuenta mil litros de
cloropicrina (insecticida de efectos
semejantes al gas lacrimógeno) y los
equipos necesarios para el llenado de
proyectiles en la Maestranza de Artillería
de Melilla. Este tóxico no llegaría
a dicha ciudad hasta junio de 1922 y
se usaría sobre todo para la formación
de la tropa en su manipulación y uso.
Esta sustancia no se empleó entonces
porque se temían las posibles represalias
sobre la multitud de prisioneros
españoles que supuestamente mantenían
los rifeños tras Annual.
HUGO STOLTZENBERG
Alfonso XIII ya mostró en 1918 su
«entusiasmo» por conseguir capacidades
de producción y uso de armas
químicas, tal y como hacían el resto
de potencias. Pero esta aspiración no
empezó a materializarse hasta 1921 y
fue gracias al alemán Hugo Stoltzenberg,
un químico con gran experiencia
que fue uno de los encargados de
abrir en Ypres las bombonas de cloro.
En enero de 1922, España envió una
comisión a Alemania para examinar
los sistemas de fabricación. En mayo,
Stoltzenberg devolvió la visita, y en junio
se cerró un acuerdo. Así, se pagarían
siete millones y medio de pesetas
para conseguir una producción diaria
de unos mil quinientos kilos de fosgeno
al 98 % de pureza y mil kilos de
iperita al 90 %. Se pactó un plazo de
entrega de siete meses a contar desde
el momento en que se entregara al
alemán lo necesario en lo que sería la
«Fábrica del Rey», hoy el Instituto Tecnológico
La Marañosa.
El Gobierno quería la planta operativa
cuanto antes, pero la construcción
llevaría su tiempo (de hecho, ni esta
ni ninguna otra fábrica en la península
llegó nunca a suministrar armas químicas
al frente de Marruecos). Mientras
se construía, Stoltzenberg burlaría
las restricciones internacionales
del Tratado de Versalles y suministraría
a España los elementos para la fabricación
de iperita en la Maestranza
de Artillería de Melilla, que procedían
de las reservas de los arsenales alemanes.
Alemania, así como Austria-Hungría y
la Rusia zarista, se convirtió en fuente
de suministro ilegal de excedentes
militares para todo el mundo. La comisión
de control interaliada de 1920
contrató a una empresa francesa para
la destrucción de los tóxicos en Brelop,
justo donde nuestro protagonista
solía gestionar el material para la guerra
química. La comisión no debió de
ser tan eficiente como se hubiera deseado
y es muy posible que las sustancias
que llegaron a España procedieran
de estos mencionados stocks.
Stoltzenberg sugirió el uso de iperita10
como el elemento más efectivo y, tras
un ensayo en proyectiles de artillería11
con resultados «aceptables»12, las
autoridades españolas consideraron
que su empleo podía acabar rápidamente
con el problema de Marruecos.
Ante la falta de experiencia de las tropas
españolas, cabe suponer que las
primeras aproximaciones a la «guerra
química» debieron de estar plagadas
de poca profesionalidad y mucho
«ensayo-error». La ausencia de una
doctrina de empleo, no conocer los
efectos sobre las tropas propias, los
retrasos en la producción y entrega
del material, los accidentes13, etc., hicieron
que el uso regular y eficiente de
estas armas no se diera hasta 1925.
Además, nunca hubo un empleo como
el de la IGM, sino un uso muy concreto
en situaciones y lugares en los que
se consideró que dichas armas podían
ser clave para la victoria, como
en 1922 contra la cabila de Tafesit; en
1922 y 1923 para proteger los convoyes
en Tizzi Azza; en 1925 durante el
desembarco de Alhucemas, y contra
el cañón llamado «El Felipe» en una
cueva del monte Bozeitún.
Se usaron bombas desde los pequeños
biplanos Bristol F2b y los enormes
Farman Goliath. Las bombas se
denominaron «las X» o se les dieron
nombres en clave según la carga y
peso. Las C1 eran bombas de cincuenta
kilolitros con ocho litros de
iperita; las C2 tenían una capacidad
de diez kilolitros, con tres litros de iperita;
las C3 eran de veintiséis kilolitros
con fosgeno; las C4, de diez kilolitros
con cloropicrina, y las C5, de veinte kilolitros
(las más usadas) con más de
seis litros de iperita.
El plan era su uso masivo, pero al final
solo se atacaron puntos concretos del
frente. El primer ataque se realizó en
julio de 1923 con los Bristol de Melilla
sobre el poblado de Amesauro (cabila
de Tensamán), y desde 1924 se utilizaron
para ataques en profundidad.
Lo normal en la zona oriental del protectorado
era el lanzamiento de unas
quince bombas semanales, un uso
que está muy lejos de ser masivo y de
poder crear la «deseada» nube tóxica.
En el otoño de 1924, la aviación se empleó
en la zona occidental lanzando
bombas de iperita y fosgeno. En septiembre
de 1925, volvió a centrarse en
objetivos de la bahía de Alhucemas
para apoyar el desembarco, atacando
con iperita las piezas de artillería y
las concentraciones enemigas. También
se bombardearon las localidades
de la Beni Urriagel del interior. Ya en
Efectivos de Zapadores, de la columna Cabanellas recogen los cuerpos momificados
de los defensores de Monte Arruit tras la reconquista de la posición